viernes, 12 de abril de 2013

Momentos singularmente plurales.

La vida de un ser humano está llena de momentos pero, sin lugar a dudas, los que realmente valen la pena recordar son aquellos que se convierten en magia cuando cerramos los ojos y sentimos esa sensación de completud en el alma, son, en definitiva, momentos que trascienden a la cotidianeidad de la existencia, momentos en que la eternidad es el reflejo del alter ego que no ha venido a llenar vacíos en nuestra necesitada inmanencia sino a darle sentido y a ser parte del camino, de los distintos senderos que se van dibujando en ese día a día, a veces con lucecillas de colores hermosas, y otras con el color triste de la tormenta pasajera que cobija el camino.
Hay momentos que nos hacen sentir la certeza de haber tomado la decisión correcta al haberle puesto la tilde al sí eterno  en medio de testigos, unos de aquí y otros de allá donde las arpas, las cítaras y las voces celestes celebran conciertos trascendentes en la casa de Tata Dios.
Hay momentos consecutivos y singularmente plurales en que esos dos yo (y creo saber el porqué el plural de yo no es yos; eso va más allá de la gramática, pues el yos sería como juntar dos piedras sueltas nada más, en cambio, el nosotros es hacer una moneda con dos caras) individuales se convierten en un nosotros colectivo. Cuando eso pasa, se llama amor, de lo contrario todo esto sería un poco de palabras vacuas y mi oficio de escriba y poeta quedaría relegado a papelitos amarillentos olvidados en los rincones del tiempo que está por venir.

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