Soy hombre, es decir, animal con palabras y exijo, por lo tanto, que me dejen usarlas. Jorge Debravo.
martes, 22 de octubre de 2013
¿QUO VADIS?
Estaba soñando, o recordando que soñaba un recuerdo que alguna vez soñé y que pensé que realmente se trataba de algo más que un simple anhelo poético que se escondía entre el deseo de despertar para sencillamente palpar con mis versos su realidad ausente que ahora parecía estar justo ahí, en medio de la página doscientos veintidós de algún mamotreto que se estremecía entre mis dedos y el color de la amarga hiel que destilaba mi mirada, una mirada que se endulzara a veces con lo amargo y cálido de la lluvia.
Eran las doce menos cuarto cuando todo empezó. La noche había caído repentinamente en medio del susurro del torrente aguacero que bombardeaba el frágil techo que cubría mis ojos. Mi mente se desbordó de mi ser y mi ser se ocultó en medio del agujero de una dona que se ocultaba por ahí, dentro de un pequeño hoyo cubierto con hojas y con la misma piel del árbol que había accedido al sacrificio de un recuerdo que nunca podría olvidarse aunque el olvido mismo tratara de recordarlo.
Como decía, eran las doce menos cuarto y ahí sucedió. El camino se extendía a lo largo de las extrañas páginas de un libro en blanco que avanzaba taciturno y perenne en cada palabra, pero que misteriosamente se detenía al encontrarse frente a algunas consonantes que parecían resaltar el sonido de una gaita y de un violonchelo o de todos los instrumentos musicales, era como un festival de música celta y yo, sí, yo estaba ahí.
Las notas se fueron apoderando de mi ser y mi ser se fue desapropiando de mí. En cada nota y en cada palabra pude sentir que nacía o que moría, al fin y cabo daba igual, en ese momento, el tiempo no existía, era como pensar en reversa: primero sonreía y luego escuchaba el chiste, primero ofrecía disculpas y luego venía mi torpeza y, no pude más que contemplar el entorno. Las estrellas me miraban y yo las ignoraba (¡qué interesante resulta ignorar una estrella!), y justo ahí estaba la hache, muda e inconsciente, muerta del miedo por la vil soledad que la dejaba inválida y débil. Me miró y no dijo nada pues bien sabemos que las letras por sí solas no hablan o al menos, hasta esa noche no lo hacían. Ése no fue el acabóse, fue el inicio… un inicio que me dejaba mudo, más de lo que estaba desde las doce menos cuarto.
Mis pies descalzos se movilizaban por entre las palabras, las letras estaban cerca de mí, estaban dentro de mí o más bien yo dentro de ellas. Esa noche sentí lo que un diptongo, no podía separarme por ley y nadie en ese exuberante sitio parecía querer acentuar. Así pude sentir en mi ser lo que una palabra cuando es escrita, pude sentir como corría alma por sus trazos, cómo en cada grafema se dibujaba un pedazo de alguien, de quién, no importa, pero se esbozaba un trozo de tanto sentimiento que muchas veces fue obligado a callar y que ahora se movía libremente en un lugar donde la libertad se extendía sin límites, sin fronteras ni muros enladrillados fruto de la envidia, del odio o de cualquier otra clase de resentimiento con la vida, con la naturaleza o tan solo con el límite.
La música se estaba apoderando de mí, o yo de ella. Era curioso, aún eran las doce menos cuarto. Empecé a sentir sueño. Mi ser se rodeaba de un silencio ensordecedor que me gritaba, que me cantaba en un lenguaje que no podía comprender y eso me llenaba los ojos de un líquido extraño, casi había olvidado que sabía llorar, casi había olvidado que mi corazón era de carne y no de piedra, casi había olvidado que no sabía amar. Curiosa palabra. La paz me abrazó y me entregué de nuevo en los brazos de Morfeo.
Ahora me encontraba en medio de la oscuridad. Era un gran triángulo. Había muchas puertas, doce en total. Cada una tenía una llave con un color irrepetible en su cerradura. Algo me llamó la atención. En los vértices del triángulo podía verse una letra, era la misma en los tres casos: la zeta.
Me aproximé con la misma cautela con que se prueba algún manjar exótico en tierra desconocida, era como sentirse irremediablemente atraído por lo desconocido, por el misterio. Las zetas brillaban. Intenté mirar hacia atrás. No pude. Algo me detenía, quizá la inseguridad de sentirme más seguro que nunca. Caminé directo al primer vértice. Mis manos acariciaron la primera letra. Era suave, tierna; podía percibir la textura virgen de un pecho sin caricias o de unos labios sin besos. Cerré mis ojos y me dejé llevar. Al abrirlos, estaba dentro. Y ahí pude divisar una gran habitación vacía exceptuando por la inmensidad de un lecho vestido de blanco con un pequeñísimo cuadro adherido finamente en la pared. No distinguía su contenido. Miré mi muñeca derecha. Eran las doce menos cuarto. Me acerqué al fondo de la habitación hasta que estuve frente al cuadro. En él, pude contemplar un dibujo hecho con una destreza inmensurable, cada forma, cada detalle, se extendía entre triángulos y cada triángulo se componía por una infinidad de letras. El dibujo me resultaba familiar. En él un hombre miraba detenidamente un pequeño cuadro que tenía un dibujo de un hombre viendo un cuadro.
De nuevo sentí un gran sueño. Era como si llevara despierto toda la eternidad. Mis ojos, enrojecidos por el cansancio se dirigieron hasta otra de las puertas, pero mi cuerpo no pudo más, me desplacé endeble hacia el enorme lecho blanco, donde caí poseído y me desgarró otro sueño.
El sonido de un violín me despertó. Me incorporé lentamente y pude darme cuenta de que estaba de nuevo en el triángulo. Una puerta abierta. Once cerradas. Una luz me cubría por completo y una niebla gris me sostenía. Había nueve puertas sin cerradura. Desaparecieron los colores, sólo quedaban dos zetas en los otros dos vértices. Fue extraño pues nunca sentí haberme aproximado. Mi mano rodeaba la misteriosa gárgola de bronce pulido que yacía en la parte más inferior de la madera de aquel misterioso umbral. Un calor quemaba mis dedos hasta el punto de hacerme gritar. O al menos creo que lo hice. Nunca escuché mi voz. Entre las manos del bronce labrado se posaba una vela púrpura con una flama lentamente gris. La miré. La leí. Y se desvaneció. La segunda puerta estaba abierta. Caminé rápidamente, y ahí estaba. Postrada sobre una sábana embriagada con aromas suaves, con una caja de oro blanco entre las manos y con una mirada que jamás había sido correspondida. Me detuve. Sentí miedo. Ella, se aproximó hacia mí. Me tomó la mano y la acercó a su pecho frágil y firme. Cerró sus ojos y escondió su alma. Y con la única guía que podía brindarle mi ya agitada respiración posó sus labios en mi boca. Así se debía de sentir un beso de verdad. La humedad de su intimidad me absorbió por completo. Estaba amando o soñando que lo hacía. Las sensaciones eran eternas. La suavidad de su carne me invadía, las flautas comenzar a convertirse en melodía. Unas gaitas y unos violines se agitaban al son nuestro. La música se transformaba de forma acelerada en medio de la noche que recién nos invadía. Sus manos en mi espalda me estremecían. Mis piernas temblaban y ya no podía verla. Mis ojos nublados por el éxtasis del placer onírico se adormecían. Ella gritó o al menos eso creo que soñé haber escuchado. Mi corazón se detuvo un instante y mi cuerpo se hizo uno con el universo. Así debía de sentirse un orgasmo de verdad o quizá de ensueño. Sólo la luz gris en medio de la gárgola nos iluminaba. El cabello de mi princesa descansaba sobre mi pecho. Intenté permanecer en vigilia pero perdí la batalla.
Al abrir mis ojos me encontraba de nuevo en el centro del triángulo. Esta vez, las paredes que formaban cada uno de los lados eran totalmente traslúcidas. Dos puertas abiertas y una última letra me miraba. Era la última en el amplio sentido de la palabra. Una cerradura triangular se sostenía en el cristal de la puerta cerrada. Caminé poéticamente, y al hacerlo pude escuchar un ruido que provenía de mi pecho. Sin dirigirle la mirada, mi mano tomó la llave que colgaba unida a una pequeña cadena plateada que me abrazaba con prudencia. Al tomarla, no pude más que sorprenderme. Mis manos habían envejecido al punto de verme obligado de llevármelas al rostro y palpar el paso de las lunas por mi piel. Iba lento. Pero mi mirada se detuvo frente al portal. La llave era alargada y tubular con un pequeño triángulo en el extremo. En el centro de la cerradura se dibujaba un agujero que disponía de tres lados unidos geométricamente perfectos por la igualdad de sus medidas. Deslicé la tranquilla y con un movimiento acompasado vi lo que estaba en la habitación. Era un espejo con una amalgama de maderas frías rodeando sus bordes. Una silla rota en el suelo y un tulipán azul entre las páginas de un libro. Estaba cansado. Decidí recostarme un rato. Al hacerlo, miré de reojo el reflejo que proyectaba el espejo. Una figura triangular llamaba mi atención. Era un reloj. Marcaba las doce menos cuarto cuando el tiempo empezó a correr.
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