CAPÍTULO UNO
Hace algunos días, en un pequeño pueblo, un hombre caminaba tranquilamente. Observaba todo a su alrededor: las ramas de los árboles movidas por el viento, las aves jugando de perseguirse y cantando con la alegría particular que tienen las aves pequeñas. El hombre, como un niño, se asombraba tras cada paso que daba, sus brazos se abrían con fuerza como queriendo atrapar el cielo, sus ojos miraban inquietos todos los hermosos colores que daban vida a su alrededor, pero había algo en su corazón que lo inquietaba profundamente y cada vez que lo recordaba cambiaba su rostro por uno triste y sin alegría.
A cada paso que daba, pensaba en ella, en una linda princesa que tantas veces había soñado, pero que siempre parecía desaparecer tras cada sueño y con él, desaparecía también su rostro, le era imposible recordarlo, por más esfuerzos que hacía no era capaz de ver la imagen de la hermosa princesa que le robaba sus pensamientos.
Aquel hombre, empezó a sentirse cansado de intentar recordar sin éxito cómo era la princesa, se sintió más triste que antes, buscó un árbol muy grande en el cual poder recostarse, se quitó el viejo salveque color naranja que llevaba siempre consigo colgado de la espalda y en cual había dos cosas: un buen libro y un delicioso paquete de galletas de chocolate. Al estar sentado sobre el zacate, empezó a acariciarlo con sus dedos, hasta que sintió que se estaba llenando de tierra. Con la brisa acariciándole el rostro empezó a sentir que sus ojos se iban cerrando poco a poco, hasta que de un momento a otro, el triste hombre se durmió.
Estirando sus brazos y bostezando con fuerza se restregó los ojos e intentó levantarse. Aún estaba medio dormido y creyó que seguía soñando. Todo a su alrededor se veía distinto de como estaba hace un rato. El zacate parecía ser de un color morado claro, era como un jardín gigantesco, se podía ver flores de todos los colores y junto a ellas un montón de mesitas diminutas con tres sillas cada una. Las mesas estaban hechas con las hojas de una vieja planta que alardeaba de ser la más vieja del lugar.
-Yo soy la más vieja de todas las plantas del mundo - decía ella.
Cada vez que abría su boca para decir exactamente las mismas palabras, las plantas más jóvenes y con hojitas tiernas quedaban asombradas y deseaban ser como la abuela, porque así la llamaban, además, según rumores de las mariposas amarillas, Abu, tenía más cien años.
El hombre tomó su salveque color naranja y lo colgó de su espalda. Empezó a caminar por un sendero de piedras rojas que se abría paso en medio del colorido zacate. No dejaba de sentirse admirado por todo lo que veía: las plantas, las mariposas, los árboles, el viento; pero el viento era muy distinto del que el hombre conocía, este viento tenía la particularidad de perfumar todo lo que tocara, así, cuando la ráfaga le rozó sus mejillas, estas quedaron perfumadas con un aroma delicioso; cerró sus ojos, respiró profundo, sintió que su corazón se iba acelerando rápidamente, un poco de miedo le abrazaba y le helaba los huesos, volvió a respirar con fuerza, tomó valor y abrió sus ojos. El sendero de piedras rojas se iba desvaneciendo hasta entrar en una cueva muy pequeña. El hombre tuvo que inclinarse un poco para no irse a golpear su cabeza, que por cosas del destino ya no tenía cabellos. Al pasar el umbral de la cueva, caminó unos diez pasos, fue entonces cuando se encontró con una gran puerta de madera que tenía la forma de un gigante caparazón de tortuga. No veía ninguna cerradura ni tampoco podía verse alguna llave para abrir la puerta. Empezó a buscar por todos los rincones de la cueva, estaba muy oscura. Buscó en su salveque para ver si tenía algo que pudiera servirle para dar un poco de claridad a aquel lugar. No había nada más que las galletas de chocolate y el libro. No supo por qué, pero su instinto le dijo que tomara el libro y lo abriera. Así lo hizo. Fue muy extraño ver cómo de en medio de las páginas saliera reflejada una luz brillante que de forma misteriosa solo iluminaba la puerta de madera en forma de caparazón de tortuga. La luz era amarilla, con ella sobre la puerta pudo apreciar unas letras inscritas en la madera. El hombre se acercó, sacó los lentes de la bolsa izquierda de su pantalón, se acercó un poco más y leyó estas palabras:
"Pronto encontrarás una gran biblioteca, no busques las letras, solo confía en las flores y hallarás a la Princesa"
Aquellas palabras quedaron grabadas en la mente y el corazón de aquel hombre y en su rostro una sonrisa sincera se dibujaba porque estaba más cerca de conocer a la princesa que se había adueñado de su corazón.
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