Sentado cómodamente y disfrutando de una segunda y exquisita taza de café con leche sin azúcar (pues es así como debe tomarse el café), pude observar cómo detrás de los árboles que abrazan el Edén donde disfruto de mis vacaciones junto a mi esposa, un destello impresionante que jugaba con la paleta de colores que ni el más diestro de los poetas más inspirado por alguna musa divina haya podido describir desde que el hombre habita la tierra; tuve que tomar la decisión más poética de mi vida: abordar mi moto y perseguir el atardecer, manejar como si ese fuera el último momento de mi existencia, como si mi vida dependiera de ello, como si la página del último libro de la historia estuviera a punto de desvanecerse y yo luchara por ser el afortunado lector de esas palabras que se irían para siempre. El camino se hacía eterno mientras aceleraba la moto con la ansiedad de hacerme uno con el cielo, de cerrar mis ojos y dejarme envolver por los rayos de luz que se mezclaban perfectamente con las nubes, el cielo y el mar. Un giro a la izquierda al final de esa lora amarilla que en silencio era testigo de la persecución del atardecer, acelerar un poco más en medio del sendero que conducía a la playa, aparcar perplejo y simplemente admirar en silencio porque este día, el cielo ha robado mis palabras y yo, víctima de la música del océano ensordecedor, sonrío plenamente porque ha valido la pena perseguir el atardecer.
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