El silencio era absoluto, tanto que ensordecía la habitación de aquella cabaña que se asemejaba a un retrato en sepia, era como estar viendo a través de una ventana que exhibía el pasado. El olor a tierra húmeda podía percibirse mezclado con aquel aire frío, con aquella sensación que producía estar ahí, sentado en una vieja silla de madera, tecleando algunas ideas que parecían nacer por sí mismas, sin mucho aspaviento, sin mucha murmuración, era como una relación subliminal entre la mente de aquel hombre y los movimientos acompasados de sus dedos al contacto con la laptop frente a la ventana más grande de aquella sala de estar.
Las ideas empezaban a mezclarse unas con otras, al ritmo del viento que soplaba con fuerza. Él cerraba sus ojos como intentando ver los ojos de aquello que hacía de su cabeza un maromero, de aquello que lo tenía ahí sin tener claro el porqué, pero que parecía atormentarlo minuto a minuto como si estuviese poseído por mil demonios y en ese preciso instante todos ellos quisieran puyarlo por dentro con el tridente de Satanás.
Sus piernas empezaron a moverse con rapidez, más la derecha que la izquierda, era una manera de ir liberando energía de aquella bomba que quería explotar esa noche en medio de la montaña. Sus brazos estaban apoyados en el borde de un deteriorado escritorio de cedro, cuya superficie, áspera, vieja, tosca, torturaba la piel del hombre ensimismado y absorto en medio de sus pensamientos, como aquella ocasión en que Narciso fue víctima de sí.
Un movimiento de cabeza, girando de un lado a otro, intentando disminuir la tensión que aprisionaba su cuello; sus ojos, con un resplandor extrañamente distinto, se abrían y cerraban despacio, como queriendo enfocar una realidad que solo en su mente parecía ser.
Siempre ha sido difícil la particular existencia del yo singular y único como debe ser, y no ser parte de la raza de los yo plurales, que se asemejan a la producción masiva de productos en el mercado actual, todos son iguales, pero siempre hay quienes añoran ser más iguales que otros, como los cerdos de Orwell.
El silencio se fue tornando particularmente especial, en él, empezaron a mezclarse unos pasos suaves sobre la madera de aquella cabaña. Él seguía inerme de lo que pudiere haber fuera de su caverna platónica, los sonidos habían desaparecido, el entorno se reducía rápidamente a medida que avanzaba en su escritura, sus manos traducían al lenguaje de los hombres aquellos pensamientos nacidos de la fuente del Olimpo, brotando con la suavidad del anhelo de encontrarse con su alter ego y hacer con su vida lo que cualquier sensato que estuviera en su lugar haría, mirar directamente el alma de quien estuviese de frente, y esperar a que las sensaciones físicas empezaran a manar tan solo para concertar una cita silenciosa sin mediación de palabra alguna, donde el ser supera el idioma y las miradas son capaces de desnudar el ánima de aquellos que han nacido predestinados por el laberinto cósmico a hacer de sus yo singulares algo más que su esencia semántica per se.
Una mano derecha puso a su lado una taza color turquesa que expelía un aroma delicioso a cocoa caliente; casi ipso facto, una mano izquierda se deslizó lentamente por su hombro mientras unos labios tibios, quizá por algún sorbo adelantado de la cocoa, le rozaron la mejilla y lo hicieron estremecerse al sacarlo abruptamente del sendero que seguían sus palabras. Sin decir nada, cerrando los ojos, dejó de escribir por un instante para poder corresponder la caricia que le hacían, el simple encuentro de dos manos que al encontrarse decidieron quedarse quietas.
Ella intentó leer lo que proyectaba la pantalla del computador, pero él, con sutileza, interrumpió aquel acto reflejo natural al clavar sus ojos castaños en el brillo de aquella mirada que le provocaba el revoloteo de las mariposas amarillas de Aureliano en sus meras entrañas mientras estaba preso de una extraña soledad compartida. Ella lo sabía, sabía lo que pasaba con él en ese preciso instante, por lo que sus mejillas, bellas por naturaleza, empezaron a sonrojarse rápidamente mientras las comisuras de sus labios dibujaban una sonrisa que causaba el mismo efecto que si hubiese tirado un puñado de arena en medio de las mariposas. Sus corazones, sincronizados por el aceleramiento, latían con estrépito, a la vez que las mariposas de él se trasladaban imperceptiblemente hacia ella, él sabía que eso sucedía. Ambos sonrieron, como dos niños bobos avergonzados ante aquel instante. No pronunciaron palabra alguna, como si comprendieran que hay momentos en que el lenguaje de los hombres sobra y se ha de dar paso al lenguaje del alma, ese que es capaz de hacer comprender al menos entendido y de hacer sentir a los corazones de piedra.
Ella se sentó en los regazos de él, mientras le acariciaba con su dedo índice la punta de la nariz sin quitarle la mirada de encima, la sensación del revoloteo se multiplicaba más mientras sus corazones, cual corceles salvajes galopaban a toda prisa queriendo ser uno con el prado extendido bajo sus pasos. Él quiso besarla, pero se sentía intimidado ante la presencia de ella, ella lo sabía, y quiso decírselo ahí, pero su voz, que se quiebra fácilmente y tiende a desaparecer cuando los nervios son tales que hacen que las manos suden y su respiración se dificulte, no pudo. Él, que tenía su mano tímidamente apoyada en la pierna de ella y utilizando solo los dedos índice y medio de su mano derecha, le acarició un pómulo, y empezó a juguetear como escribiéndole un poema en la piel. Ella cerró los ojos, dejó de pensar y empezó a sentir. A cada movimiento podía sentir con los cinco sentidos; sus ojos, cerrados al mundo, veían todo aquello que tiempo atrás había deseado; su tacto buscaba sentir la piel de aquel hombre que la hacía sentir todo como si fuera nuevo; sus oídos, escuchaban atentamente las melodías del silencio que aquella noche deleitaban su alma; su olfato, conectado con su cuerpo entero la hacía respirar profundo para sentir el aromaque él particularmente tenía y que a ella tanto la atraía; cuando quiso enfocarse en la sensación del gusto, abrió los ojos y fue ahí cuando observó, como en cámara lenta, cómo él se le acercaba para besarla, y de nuevo, los cinco sentidos hacían gala con ella, las mariposas importadas la estremecían una y otra vez, mientras deseaba con todo su ser hacerse una con él, su cuerpo lo pedía, su alma lo añoraba y su corazón escribía atento cada uno de esos detalles que se iban desentrañando ahí, en los regazos de él, sobre la vieja silla de madera, en la cabaña en sepia, con el aroma a tierra húmeda en aquella habitación helada.
Él tomó la taza de cocoa que ella le trajo, ya estaba un poco fría, la bebió de un trago. Se levantaron de la silla. Él la tomó de mano, pudo sentir el sudor de ella. Empezó a desnudarla lentamente, sus manos temblaban nerviosas, uno a uno fue desabrochando los botones de la blusa color azul oscuro que llevaba puesta, no podía dejar de mirarla. Ella seguía con los ojos cerrados, haciendo algunos gestos con su rostro. Él, continuó desnudándola, primero el broche del jeans, luego, muy despacio,
bajó la cremallera, apoyado en los costados del pantalón empezó a bajarlo poco a poco hasta dejarla solamente con las bragas color menta y semitraslúcidas puestas. De nuevo, sus dedos quisieron acariciarla. Su índice empezó un recorrido lento por el rostro de ella, bajando por su cuello, hasta llegar a sus pechos, ahí, empezó a juguetear muy delicadamente con los pezones, a penas y los tocaba, mientras con la yema del dedo lo rodeaba con la misma ternura que minutos antes la había besado. Ella se estremecía. Él la deseaba. La mano de él siguió bajando muy despacio por el vientre de ella. Se detuvo a la altura del ombligo. Siempre tuvo una atracción especial por esa parte del cuerpo, se le acercó aún más. Ella, al sentir el calor de la respiración de él, se estremecía aún más. Él la besó muy suave alrededor del ombligo, sus manos aprovecharon para empezar a deslizar suavemente y hacia abajo la única prenda que cubría la piel de aquel ángel atrapado en el cuerpo de una mujer preciosa. Estaban ahí, él, completamente vestido y ella, desnuda, preciosa, perfecta, con los ojos cerrados, como un lienzo puro sobre el cual se escribiría el verso más hermoso.
Él se incorporó; la tomó del rostro, con las dos manos, con la ternura plena con la que ha de tratarse algo creado con material tan fino y de manera tan perfecta. La besó. Ella se dejó besar. Él la quiso entre sus brazos. Ella quiso querer estar en los brazos de él.
De nuevo, el silencio era absoluto, tanto que ensordecía la habitación de aquella cabaña que se asemejaba a un retrato en sepia, era como estar viendo a través de una ventana que exhibía el pasado, pero esta vez, el calendario indicaba que el tiempo había pasado.
De pronto, con un movimiento brusco, él despertó, vio a su lado y no había nadie junto a él. Su corazón estaba muy agitado. Miró de reojo el reloj en su mano derecha, marcaba las 3.47 am. Sonrió y pudo recordar aquella mirada que lo había hecho cautivo y que ahora, extrañamente lo hacía imaginar cientos de mariposas amarillas revoloteando por un campo.
San Carlos, 11 de septiembre de 2014.
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