Eran los ojos más hermosos que había visto en toda su vida. Despistado, como siempre, escuchando alguna canción de esas en las que si no se mueve la cabeza de arriba hacia abajo y si no se dan golpecitos con el pie izquierdo marcando el ritmo, no se disfruta igual; sintió como si una atracción irresistible lo estuviera halando de lado.
Volteó su mirada y estaba ahí. Un encuentro celestial con la mirada que encerraba los paisajes oceánicos de alguna isla lejana, como en una tarjeta: una hamaca colgada de una palmera, por alfombra el manto blanco de la arena perfecta y al fondo, el color eterno de la mirada que lo atrapó aquella tarde nublada en el asiento de un autobús.
Ella, levantó su vista buscando lugar para sentarse y se acercó acelerada junto a él. Le regaló una leve sonrisa como para romper el hielo y él, intimidado como nunca lo había estado antes, tímidamente hizo una mueca intentando sonreír, probablemente ella lo notó y sonrió para sí.
Su pierna rosaba la de él, y esa incomodidad de querer contemplar la creatura divina que justamente estaba tan cerca pero con la lejanía inmensurable que el silencio entre dos desconocidos provoca, hacía que todos sus movimientos fueran torpes, que sus manos sudaran como en aquellas tardes del colegio cuando esperaba nervioso a que el director le diera la regañada de su vida; que su corazón latiera con la fuerza de aquellas mañanas en que entrenaba ciclismo y que su mirada se volviera más inquieta que nunca, anhelando el encuentro furtivo de los ojos divinos de autobús.
Parecía cansada, como si algo la estuviera preocupando, como si alguien le acabara de dar una noticia que la perturbara. Sacó de su bolso un teléfono móvil, nada lujoso, le conectó los audífonos y cerró sus ojos. El joven aprovechó ese instante para observarla detenidamente como cuando se contempla una obra de arte exquisita en Louvre, como cuando se está en la playa deleitándose con la gama indescriptible de colores en el cielo al atardecer, como cuando se tiene en las manos un libro cuyas últimas palabras detienen el corazón por microsegundos, cortan la respiración y hacen que la garganta se seque, como deseando recibir el néctar que refrescó en su momento a Aquiles o a Héctor después de la batalla.
Su piel era suave, así pudo sentirlo en las caricias a sus mejillas imaginadas por sus manos, la textura semejante a la sensación del roce de la parte externa de los dedos índice y medio en la piel de un recién nacido; su nariz pequeña, con la perfección y finura de una diosa griega; sus labios, los imaginó tan suaves que pudo besarlos con su mente, eran delgados y delineados con el contorno perfecto de su forma, provocaba besarlos, sentirlos y detenerse en su labio inferior y morderlo suavemente, abrir los ojos y encontrarse con su boca completa y con esos ojos, tan solo hermosos, porque es tan complejo encontrar el adjetivo exacto, digno, perfecto, para describir con palabras humanas lo que fue creado para el deleite de los dioses.
Solo le bastaba verla, imaginarse cómo sería su vida, cuál sería el nombre humano que la identificara con tanta perfección, cuáles serían sus sueños, cómo sería su voz, cómo se sentiría tomar sus pequeñas manos y besarlas con ternura, qué la haría feliz, cómo reaccionaría si aquel hombre, sentado junto a ella, se le acercara de pronto y la besara.
Seguramente ella era pobre. Sus ropas eran sencillas, su cuerpo delgado podía verse a través de aquella blusa de encajes negros; un sencillo pantalón de mezclilla desgastado por el uso cubría sus piernas, unas viejas sandalias hacían de escabel en sus pies cuyas uñas parecían haber sido víctimas de una pintada imprevista; en sus manos pudo intuir cómo podría ganarse la vida, quizá en una cocina, lavando platos, quizá en alguna casa grande como empleada doméstica, se las veía cansadas, un poco secas, quizá mostrando la edad que era imposible calcular con la belleza pueril de su rostro.
Tenía que ser pobre, el tirante de su sostén morado, al menos lo que pudo ver el joven, estaba gastado, estirado, viejo, pero no le quitaba su aspecto angelical. Observar la piel de su espalda era imaginarse dándole un masaje suave, con aceite de almendras, con música celta de fondo y a la luz de las velas.
El paisaje del camino era simple, cargado de verde, con una fragancia a tierra húmeda capaz de despertar los sentidos; el viento hacía gala de bailarín embriagándose con cada una de las copas de los árboles que en esa tarde de martes servían de brindis a la naturaleza.
De nuevo la vista en ella, el sudor de las manos y el nudo indescriptible en el estómago fue subiendo rápidamente, causaba un ardor insoportable en la boca del estómago y de ahí, al pecho, donde se detuvo por un momento y se fue convirtiendo muy lentamente en la taquicardia más salvaje que ningún cardiólogo haya visto jamás. Ella lo miró. Él sentía que se estaba muriendo de miedo. El reflejo de los rayos del sol daban directo en sus ojos. Ella sonreía levemente mientras él mantenía su valentía aferrada en no quitar la mirada de aquellos ojos, los ojos de ella.
No pudo, más. Si no desviaba la mirada la hubiera besado. Él quería. Ella... probablemente también. Él cerró sus ojos y tragó saliva para tratar de desenredar un poco aquel nudo que le cortaba la respiración mientras veía cómo los árboles caminaban uno tras otro frente a la ventanilla del autobús que era testigo de ese encuentro indescifrable.
El autobús se detuvo. Era el final del camino. Ella, recogió una bolsa plástica de color blanco que había puesto a sus pies al sentarse junto a él. La bolsa estaba un poco sucia. Ella se levantó y se dirigió hacia la puerta trasera del autobús. Él se incorporó muy apresurado para no perderla de vista. Ella bajó las gradas. Caminó un poco, sacó su teléfono móvil. Hizo una llamada. Él, recostado a una pared de la terminal de autobuses la observaba detenidamente. Ella era pequeña, sus piernas delgadas, su cuerpo parecía de niña, sus ojos estaban perdiendo el brillo que hace tan solo algunos minutos la habían convertido en un ángel.
Quería saber más, pero no se atrevía a acercársele. Ella se aproximó a la orilla de la calle. Detuvo un taxi. Abrió la puerta trasera. Subió. El taxi empezó a marcharse. Pasó junto a él. Ella lo miró con descuido. Él intentó articular alguna palabra con sus labios, pero no pudo. Solo pudo ver que los ojos de ella se marchaban y nunca más volvería a verla. Sintió que el nudo en su estómago se iba desenredando a toda prisa: se había transformado en cientos de mariposas: había dejado ir al amor de su vida y ella, jamás lo sabría.
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