Hay ocasiones en que el impulso y la inercia hacen que un hombre deje de ser hombre y con la dulce calidez de la sangre en sus manos y con el aroma a venganza en su piel, deje completamente de lado cualquier inhibición o condicionamiento moral, porque en la guerra personal todo es válido, incluso gozar y disfrutar de haber contribuido para que alguien dejara de existir y, con la ecuanimidad y paz del deber cumplido, tomar esta noche la decisión de narrar lo que me ha sumergido en esta celda, no de una prisión sino del fondo de mi alma y con lo amargo del tabaco en mis labios dejar que fluyan las palabras que describirán cada hecho tal cómo fue. Y que quede claro, no me arrepiento de nada, simplemente porque ella, esa noche, tenía que morir.
Mi nombre es Bruno, pero solo mi madre y yo parecemos saberlo. En treinta y dos años de vivir errante por los senderos de esta patraña de existencia, mi nombre no me era muy familiar, pues todos, desde mi familia hasta mis compañeros de la secundaria sólo se referían a mí con el ridículo apodo de La Rata. Sí, aún hoy, hasta en la prensa me dicen así, no soy un hombre, no soy humano, no soy el fruto del amor, sino de una sociedad de mierda que me ha puesto donde estoy, pero no me duele, soy y seré simplemente La Rata. Y eso porque mi figura nunca ha sido de muy buen ver para ésas que se dicen mujeres y lo son tan solo porque sus testículos son internos y no porque merezcan el calificativo de hembras. Y no me refiero a todas, porque hay unas de esa raza que sí son mujeres y por quienes tengo admiración y respeto, pero la superficialidad de muchas me ha llegado al alma y hoy a mis manos.
Como decía, la naturaleza fue injusta conmigo, en cuanto a lo estético, pero mi cerebro es más bello y grande que cualquier teta que pueda comprarse con dinero, y mi capacidad de crear por medio de la palabra sobrepasa cualquier placer, incluso aquel que me ha teñido de sangre. Crecí siendo un niño solitario, jugaba en silencio detrás de los baños de la primaria porque me molestaba la gente, siempre me ha molestado la gente, su presencia me incomoda, su olor me provoca asco, sus palabras me parecen absurdas y su capacidad mental a veces sobrepasa los límites de la propia estupidez de la raza inferior.
Esa mañana desperté decido a matarla. Mi mente lo había meditado muy bien. Lo asevero, no fue un impulso, realmente quise eliminarla. Aunque pueda resultarte extraño e inverosímil mi caprichoso lector, esa mañana fue como cualquier otra, no tenía nada de particular, exceptuando que ese día conmemoraba el peor momento de mi vida, pero no lo recordaba, sino hasta después de haber culminado lo que tuve que hacer.
Una taza de café, un plato de cereal integral con leche, y unos gritos y voces en mi cabeza serían mi compañía durante aquel hermoso día. Sí, era realmente bello. Eran las seis de la mañana. La niebla cubría por completo el paisaje que contemplara tantas veces desde mi alcoba. El frío era extremo, el viento fuerte y ensordecedor, la música natural del ambiente parecía despertar en mí una experiencia celta en medio de un bosque calmo; el roce de las crines de un pura sangre contra las cuerdas de un Stradivarius me excitaba al punto del placer físico. Mi cabeza daba vueltas al son de la música de mi mente, mis manos se movían al compás de la suavidad del bosque y mi pecho latía con la impaciencia de un galeón romano entre las aguas del Índico. Ya todo estaba listo. Caminé hacia mi estudio. La puerta de madera me recibió, al abrirla, centenares de libros me estaban esperando con sus páginas llenas de sabiduría o de cualquier mierda que algún estúpido haya escrito pero que al fin y al cabo se le consideraba literatura, aunque los que realmente sabemos de ello, lo cataloguemos como una muestra gratis de papel sanitario con sello editorial. Al acercarme al escritorio, tomé de la caja color caoba uno de los habanos Montecristo que tanto me fascinaban, usé la guillotina y mi encendedor; el aroma y el sabor de ese momento simplemente me merecían. Me aproximé al balcón y luego de una calada larga a mi cigarro, observé el reloj y el suelo; junto a mi silla Luis XIV, había un pájaro, sus plumas verdes con azul me llamaron la atención. Me incliné un poco, luego de examinarlo minuciosamente con la vista lo volteé con mi mano, estaba muerto y en las cuencas de sus ojos había una serie de diminutos gusanos blancos que resultaban particularmente tiernos debido a la viscosidad de su piel, quise tocarlos pero me conformé con contemplar su trabajo. Entré de nuevo en el estudio, tomé un libro al azar y me senté a leer.
La mañana y la tarde se extinguieron con prisa. La oscuridad de la noche ya estaba ahí. Mi vestimenta era perfecta. Estaba vestido totalmente de negro con una boina inglesa y unos tenis blancos. Giré mi cabeza y me encontré más que con un espejo, me encontré conmigo mismo. Contemplé la figura de la Rata que estaba en frente de mí: sus dientes torcidos y amarillentos, sus manos delgadas y marcadas por las venas, su piel reseca y marcada por las cicatrices del acné adolescente, la barba dispareja y desorientada, la mirada profunda de aquellos ojos azules irritados por la falta de luz, seguía cada uno de mis movimientos; la nariz pequeña y los labios diminutos. Esa Rata era yo. Y no debía esperar más. Era hora de actuar. Verifiqué un momento la información recopilada durante meses en los sucios y mugrientos papeles tirados por toda la casa. Ella era la escogida. Las otras seis deberían esperar su turno.
Abrí la puerta principal de la casa. Eran las once menos cuarto de la noche cuando empecé a caminar. Durante el trayecto, el recuerdo del pájaro muerto me inundaba una y otra vez la cabeza. Era curiosa la forma en que la música, los gritos y las voces aún seguían resonando en mi mente, pues, a pesar de ello empecé a pensar en el momento que decidí que Irma sería la primera. Fue un golpe de suerte. El trabajo de campo fue exhaustivo para dar con las siete. El centro de investigación fue el campus universitario y los sitios frecuentes de sus estudiantes. A cada una me le acerqué para darle una oportunidad y ninguna quiso. Las invité a tomar un café y hablar un poco y todas me rechazaron aduciendo que con mi aspecto sólo podía seducir a un buitre y para ello, ni siquiera debía estar muerto.
A Irma empecé a investigarla muy cuidadosamente. Era estudiante de diseño publicitario y sus cualidades físicas resultaban inquietantes para cualquiera que la mirase. Su inteligencia era relativamente normal, sus calificaciones no eran tan impresionantes como el contorno de sus piernas a cada paso; su mirada era exquisita y seductora, pero en mí provocaba una repulsión natural que me incitaba al vómito. La odié desde el primer momento, odié su ser, su corazón, su cuerpo perfecto… y mientras yo la odiaba, ella simplemente hacía caso omiso de mi existencia; mi ser, para Irma, no era.
El día antes de su muerte, le envié un ramo de claveles rojos marchitos y en una caja una rata blanca con los ojos rojos y muy viva; y junto a ella, una nota en un pequeño pedazo de papel sucio, que decía:
Ni la luz de tu mirada
Ni la belleza de tus senos
Ni el ardor de tu figura
Ni la perfección de tus manos
Ni siquiera el recuerdo marchito de mi rostro
Mucho menos mi nombre o mi cumpleaños
Ni siquiera saber que eres y que yo para vos
Ni he sido ni nunca seré
Vos serás a partir del momento en que no lo pensés
Tan solo un recuerdo absurdo y frío de los puntos suspensivos
De estos últimos versos que hoy te escribo…
Seguí caminando por la acera. La niebla de la mañana se había acentuado mucho más. Las ramas de los árboles crujían por el empuje del viento. Ya podía ver la casa de Irma. La luz de su habitación estaba encendida. Me acerqué a los arbustos que estaban enfrente. El olor a tierra mojada me dio fuerza. Metí la mano en el bolsillo izquierdo de mi pantalón. El encuentro con el metal frío me erizó la piel y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Pero ya estaba ahí, era inconcebible cualquier marcha atrás.
Salté el portón de la casa. Me dirigí hacia un costado. La ventana estaba abierta. Miré de reojo y no vi a Irma. Entré. Me desplacé hacia la puerta de la habitación, le puse el seguro. En el fondo podía escucharse cómo el agua de la ducha caía caprichosa sobre la elegida. La tentación y la curiosidad pudieron más que mi apacible cautela y prudencia. El olor de su piel confundido con la fragancia de su jabón estaba en el aire. Pude notar que en el gran cuarto de baño, había una pequeña habitación que parecía ser y en efecto era, un armario. Me metí entre la ropa. Desde ahí la vista era impecable. La ducha se cerró. Ya no caía agua por ninguna parte. Una mano corrió la cortina; en medio de ella, el cuerpo desnudo, mojado y perfecto de Irma quedó frente a mis ojos. La redondez de sus pechos, lo carnoso y firme de su trasero, la suavidad de su piel y de su sexo me cautivaban; el color de su piel me conducía por sendas mágicas. Sus manos empezaron a acariciarse de forma muy tierna pero sin malicia, al menos, eso creo. Puso un poco de crema en su mano derecha y empezó a aplicársela muy delicadamente. El recorrido del movimiento continuo de sus dedos al contacto con la piel, me agitaba el latido del pecho, pero irónicamente no me causaba placer físico. Pero aclaro, ver aquella imagen y recordarla tan clara esta noche me deleita mucho. Casi como si yo hubiese sido quien le aplicara la crema aquella noche tan bella. Terminado el ritual de belleza, Irma se puso una bata de seda color plata con rosa, y se dirigió hacia su recámara. Apagó las luces y se acostó a dormir. Desde mi ubicación tenía una levísima perspectiva de lo que ahí podía estar pasando. Esperé un tiempo prudente para poder acercarme. Al fin, estaba ahí, justo frente a la cama de Irma. Verla dormir era como contemplar un espectáculo divino. Su tranquilidad, su rostro… estaban ahí… en la hora indicada. Metí mi mano en el bolsillo trasero del pantalón. Saqué un paño que mojé con una mezcla de drogas que yo mismo había preparado. Los efectos que se esperaban eran de adormecimiento y alucinación. Con mi mano izquierda cubrí con el paño la nariz de la muchacha que del susto intentó gritar pero ya fue demasiado tarde. Al saberla dormida, me dispuse a desnudarla. La arrebaté de sus ropas y quedó otra vez completamente desnuda. Empecé a besarla muy lentamente; la suavidad de su piel en mis labios, la humedad y tibieza de su intimidad en mi mano me excitaba más que nunca; la firmeza de sus pechos con la dureza de sus pezones me hacían sentir contracciones en el estómago, eso que muchos sólo llaman mariposas. No quedó una sola parte de su cuerpo que no besara. Sus manos, empezaron a moverse y yo, me detuve por un momento. Sus ojos se abrieron a duras penas, y al preguntarme mi nombre le dije, soy Bruno, es un placer poder hacerte el amor en esta tu última noche. Ella, algo confundida por el efecto de las drogas me agarró muy fuerte la mano y me la acercó hasta su pecho. Su corazón estaba acelerado. No me quitaba la mirada de encima. En ese momento decidí acercarme más a su rostro para verla bien. Fui más valiente que nunca y me animé a besarla. Ella no se rehusó. Hicimos el amor toda la noche.
Yo estaba temblando e Irma completamente dormida. Era el momento de actuar. Tomé el cuchillo que echara en el pantalón y comencé a marcar el cuerpo de diosa de aquella falsa mujer. Su cuerpo se movía pero era imposible que despertara. Fueron trece cortes en su rostro; seis en cada mejilla y uno que nacía desde la frente y culminaba en la punta de su nariz; cuarenta y seis entre su pecho y abdomen; ciento cuarenta y dos en las piernas; tres en la espalda de forma que se observara la figura de un triángulo; y cuarenta y cuatro en su trasero. La cama quedó completamente cubierta con sangre al igual que mis manos y gran parte de mi cuerpo. Ese olor me exaltaba más y me hacía pensar mucho más. Pude ver que sobre la cama y bien aferrado en el techo había un espejo de cuatro metros cuadrados. Con la ayuda de una silla y sin ir a golpear a Irma, porque aunque parezca irónico lo menos que quería era dañarla; escribí una nota para cuando ella despertara del efecto de las drogas. Mientras eso sucedía, yo simplemente esperaría junto a la puerta del baño de forma que no pudiera verme, tenía que ver el final.
Pasaron varias horas hasta que Irma despertó. El dolor de su cuerpo era tangible y evidente. Sobre sí, en el espejo, pudo ver la nota que le había dejado a la vez que podía contemplar su escultural cuerpo cubierto por doscientos cuarenta y ocho cortes de cuchillo. La nota decía:
Ni siquiera por amarte
Pude perdonar el hecho de tu indiferencia
Cada corte es mi forma de entregarte mi amor y mi odio
Y aunque no lo entendás ahora
Me parezco muchísimo a vos y
El corte final lo dejo en tus manos.
Al terminar de leer, y entre el llanto del dolor y la desesperación pudo ver cómo junto a la almohada totalmente roja por su sangre, estaba un arma con un único tiro y una rata blanca caminando alrededor de su cuerpo.
Yo me levanté en silencio, me vi en el espejo del baño y tomé un poco de agua, mientras lo hacía, el ruido seco de un disparo llenó la casa. Casi al instante todo era nuevamente silencio y por mi mejilla una lágrima de satisfacción se deslizó hasta perderse en mi barba.
Como dije antes, no me arrepiento de nada, Irma es apenas la elegida para el inicio. Y hoy, sentado en la silla vieja de madera, frente al escritorio de mi estudio, con la compañía de un elefante de cristal con uno de sus colmillos quebrado, y expulsando el humo de la última calada del Montecristo por mi boca, analizo muy detenidamente lo que debo empezar a hacer para culminar cada una de las muertes de las siete de La Rata.
Ni siquiera pienses que podrás librarte
Ni que de la muerte podrás escapar
Porque desde hace días te he venido observando
Y en definitiva mis puntos suspensivos dicen que
La siguiente de mi lista, sos vos…
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