Me encanta despertar en las mañanas, voltear mi cabeza y ver a mi esposa junto a mí. Eso me da seguridad, confianza y, me hace sonreír.
Luego, mientras me desplazo en moto hacia el Liceo Rural donde trabajo, soy capaz de sonreír y de soñar. Hay varias ideas que me surgen de pronto y, en definitiva, todas llevan a un mismo ideal: la Costa Rica mejor que añoro.
Estoy harto de algunas gentes que pretenden tratar al pueblo costarricense como si se tratara de un grupo de imbéciles, que pueden ser comprados con calzas, cepillos dentales y dentífricos baratos; estoy harto de que quieran seguirse burlando de aquellos que necesitan más apoyo y se venden al mejor postor por unas migajas de pan. ¡Con el hambre de los pobres no se juega! Hay personas que son inocentes, que tienen aún ese brillo limpio en sus corazones y que por un cruel destino a nivel económico y social tienen la esperanza de que sus gobernantes realmente se preocupen por ellos y no por engrosar sus billeteras. ¡Con eso no se juega! Hacerlo es como mentirle a un niño con el fin de explotarlo, es como pactar un negocio infructuoso, es como estudiar un libro de matemáticas para resolver un examen de español.
Estoy harto de algunas otras gentes, que no son tan pobres como para dejarse convencer por una calza, una lata de zinc o un desfile navideño en el festival de la luz; esa gente que a pesar de ser consciente de la inoperancia, ineptitud, indiferencia e incapacidad demostrada por casi un cuarto de siglo, se vende al mejor postor con el único fin de obtener un beneficio propio: llámese un puesto en una silla cómoda, una promesa de propiedad en algún ministerio, un trabajo, un favor, etcétera. La política no es para eso, la política es para gobernar en función del pueblo y, señoras y señores, el pueblo somos todos, sin dejar a nadie por fuera; el pueblo no son unos señores con dientes blancos y rectitos, no son unas señoras con trajes acicalados y zapatos de suela roja, el pueblo no son personas que necesitan hacer un censo para encontrar a los pobres, el pueblo no son ocho años consecutivos de mala administración, de decisiones erróneas, de incapacidad de gobernar para el pueblo, ese pueblo que vive con salarios mínimos, que come arroz y frijoles y la ve peluda cuando de dinero se trata. Basta con abordar un autobús de algún distrito en la zona rural y ver la sencillez en esos rostros curtidos por el sol, en esas manos llenas de callos por el trabajo de campo, basta con ver estudiantes que dejan las aulas por ir a ganarse cinco mil colones sembrando yuca o cosechando piña. El pueblo es ese grueso de la población que necesita que la canasta básica tenga un precio razonable, que necesita que se fortalezca cada día más la educación pública en todos sus niveles y no que se beneficie a la privada.
Estoy harto, de ver cómo seguimos siendo unos lava güevos cuando de obtener beneficios se trata. Estoy harto de ver cómo se desperdician cientos de millones de colones en campañas publicitarias para mejorar imágenes que ni instagram en su filtro más chiva podría mejorar; pero construir una escuela o darle pupitres dignos a los centros educativos que trabajan en salones comunales o debajo de un árbol, darle más dinero a los centros educativos para alimentación, útiles, zapatos; eso sí sería mejorar la imagen; no simplemente surtir de carros del año a personas que no son capaces de organizar estratégicamente un gobierno enfocado en puntualizar soluciones para los problemas más evidentes y actuales.
La Costa Rica que quiero y que sueño no necesita que el candidato verdiblanco llegue al poder con nuestra complicidad, sabiendo con antelación que su ineficiencia tiene casi un cuarto de siglo de dejar a un San José en ruinas. La Costa Rica que quiero necesita que todos los costarricenses seamos responsables y pensemos muy bien nuestro voto, que busquemos soluciones, que trabajemos en equipo, como un pueblo, como cuando éramos chiquillos y creíamos que no había gente mala. La Costa Rica que quiero debe abrir los ojos y hacer historia y esa historia no se hace quedándose en casa sin votar, se hace yendo responsablemente a la urna y decir: no más liberación nacional, yo sí quiero una Costa Rica mejor.
Soy hombre, es decir, animal con palabras y exijo, por lo tanto, que me dejen usarlas. Jorge Debravo.
jueves, 24 de octubre de 2013
LA RATA...
Hay ocasiones en que el impulso y la inercia hacen que un hombre deje de ser hombre y con la dulce calidez de la sangre en sus manos y con el aroma a venganza en su piel, deje completamente de lado cualquier inhibición o condicionamiento moral, porque en la guerra personal todo es válido, incluso gozar y disfrutar de haber contribuido para que alguien dejara de existir y, con la ecuanimidad y paz del deber cumplido, tomar esta noche la decisión de narrar lo que me ha sumergido en esta celda, no de una prisión sino del fondo de mi alma y con lo amargo del tabaco en mis labios dejar que fluyan las palabras que describirán cada hecho tal cómo fue. Y que quede claro, no me arrepiento de nada, simplemente porque ella, esa noche, tenía que morir.
Mi nombre es Bruno, pero solo mi madre y yo parecemos saberlo. En treinta y dos años de vivir errante por los senderos de esta patraña de existencia, mi nombre no me era muy familiar, pues todos, desde mi familia hasta mis compañeros de la secundaria sólo se referían a mí con el ridículo apodo de La Rata. Sí, aún hoy, hasta en la prensa me dicen así, no soy un hombre, no soy humano, no soy el fruto del amor, sino de una sociedad de mierda que me ha puesto donde estoy, pero no me duele, soy y seré simplemente La Rata. Y eso porque mi figura nunca ha sido de muy buen ver para ésas que se dicen mujeres y lo son tan solo porque sus testículos son internos y no porque merezcan el calificativo de hembras. Y no me refiero a todas, porque hay unas de esa raza que sí son mujeres y por quienes tengo admiración y respeto, pero la superficialidad de muchas me ha llegado al alma y hoy a mis manos.
Como decía, la naturaleza fue injusta conmigo, en cuanto a lo estético, pero mi cerebro es más bello y grande que cualquier teta que pueda comprarse con dinero, y mi capacidad de crear por medio de la palabra sobrepasa cualquier placer, incluso aquel que me ha teñido de sangre. Crecí siendo un niño solitario, jugaba en silencio detrás de los baños de la primaria porque me molestaba la gente, siempre me ha molestado la gente, su presencia me incomoda, su olor me provoca asco, sus palabras me parecen absurdas y su capacidad mental a veces sobrepasa los límites de la propia estupidez de la raza inferior.
Esa mañana desperté decido a matarla. Mi mente lo había meditado muy bien. Lo asevero, no fue un impulso, realmente quise eliminarla. Aunque pueda resultarte extraño e inverosímil mi caprichoso lector, esa mañana fue como cualquier otra, no tenía nada de particular, exceptuando que ese día conmemoraba el peor momento de mi vida, pero no lo recordaba, sino hasta después de haber culminado lo que tuve que hacer.
Una taza de café, un plato de cereal integral con leche, y unos gritos y voces en mi cabeza serían mi compañía durante aquel hermoso día. Sí, era realmente bello. Eran las seis de la mañana. La niebla cubría por completo el paisaje que contemplara tantas veces desde mi alcoba. El frío era extremo, el viento fuerte y ensordecedor, la música natural del ambiente parecía despertar en mí una experiencia celta en medio de un bosque calmo; el roce de las crines de un pura sangre contra las cuerdas de un Stradivarius me excitaba al punto del placer físico. Mi cabeza daba vueltas al son de la música de mi mente, mis manos se movían al compás de la suavidad del bosque y mi pecho latía con la impaciencia de un galeón romano entre las aguas del Índico. Ya todo estaba listo. Caminé hacia mi estudio. La puerta de madera me recibió, al abrirla, centenares de libros me estaban esperando con sus páginas llenas de sabiduría o de cualquier mierda que algún estúpido haya escrito pero que al fin y al cabo se le consideraba literatura, aunque los que realmente sabemos de ello, lo cataloguemos como una muestra gratis de papel sanitario con sello editorial. Al acercarme al escritorio, tomé de la caja color caoba uno de los habanos Montecristo que tanto me fascinaban, usé la guillotina y mi encendedor; el aroma y el sabor de ese momento simplemente me merecían. Me aproximé al balcón y luego de una calada larga a mi cigarro, observé el reloj y el suelo; junto a mi silla Luis XIV, había un pájaro, sus plumas verdes con azul me llamaron la atención. Me incliné un poco, luego de examinarlo minuciosamente con la vista lo volteé con mi mano, estaba muerto y en las cuencas de sus ojos había una serie de diminutos gusanos blancos que resultaban particularmente tiernos debido a la viscosidad de su piel, quise tocarlos pero me conformé con contemplar su trabajo. Entré de nuevo en el estudio, tomé un libro al azar y me senté a leer.
La mañana y la tarde se extinguieron con prisa. La oscuridad de la noche ya estaba ahí. Mi vestimenta era perfecta. Estaba vestido totalmente de negro con una boina inglesa y unos tenis blancos. Giré mi cabeza y me encontré más que con un espejo, me encontré conmigo mismo. Contemplé la figura de la Rata que estaba en frente de mí: sus dientes torcidos y amarillentos, sus manos delgadas y marcadas por las venas, su piel reseca y marcada por las cicatrices del acné adolescente, la barba dispareja y desorientada, la mirada profunda de aquellos ojos azules irritados por la falta de luz, seguía cada uno de mis movimientos; la nariz pequeña y los labios diminutos. Esa Rata era yo. Y no debía esperar más. Era hora de actuar. Verifiqué un momento la información recopilada durante meses en los sucios y mugrientos papeles tirados por toda la casa. Ella era la escogida. Las otras seis deberían esperar su turno.
Abrí la puerta principal de la casa. Eran las once menos cuarto de la noche cuando empecé a caminar. Durante el trayecto, el recuerdo del pájaro muerto me inundaba una y otra vez la cabeza. Era curiosa la forma en que la música, los gritos y las voces aún seguían resonando en mi mente, pues, a pesar de ello empecé a pensar en el momento que decidí que Irma sería la primera. Fue un golpe de suerte. El trabajo de campo fue exhaustivo para dar con las siete. El centro de investigación fue el campus universitario y los sitios frecuentes de sus estudiantes. A cada una me le acerqué para darle una oportunidad y ninguna quiso. Las invité a tomar un café y hablar un poco y todas me rechazaron aduciendo que con mi aspecto sólo podía seducir a un buitre y para ello, ni siquiera debía estar muerto.
A Irma empecé a investigarla muy cuidadosamente. Era estudiante de diseño publicitario y sus cualidades físicas resultaban inquietantes para cualquiera que la mirase. Su inteligencia era relativamente normal, sus calificaciones no eran tan impresionantes como el contorno de sus piernas a cada paso; su mirada era exquisita y seductora, pero en mí provocaba una repulsión natural que me incitaba al vómito. La odié desde el primer momento, odié su ser, su corazón, su cuerpo perfecto… y mientras yo la odiaba, ella simplemente hacía caso omiso de mi existencia; mi ser, para Irma, no era.
El día antes de su muerte, le envié un ramo de claveles rojos marchitos y en una caja una rata blanca con los ojos rojos y muy viva; y junto a ella, una nota en un pequeño pedazo de papel sucio, que decía:
Ni la luz de tu mirada
Ni la belleza de tus senos
Ni el ardor de tu figura
Ni la perfección de tus manos
Ni siquiera el recuerdo marchito de mi rostro
Mucho menos mi nombre o mi cumpleaños
Ni siquiera saber que eres y que yo para vos
Ni he sido ni nunca seré
Vos serás a partir del momento en que no lo pensés
Tan solo un recuerdo absurdo y frío de los puntos suspensivos
De estos últimos versos que hoy te escribo…
Seguí caminando por la acera. La niebla de la mañana se había acentuado mucho más. Las ramas de los árboles crujían por el empuje del viento. Ya podía ver la casa de Irma. La luz de su habitación estaba encendida. Me acerqué a los arbustos que estaban enfrente. El olor a tierra mojada me dio fuerza. Metí la mano en el bolsillo izquierdo de mi pantalón. El encuentro con el metal frío me erizó la piel y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Pero ya estaba ahí, era inconcebible cualquier marcha atrás.
Salté el portón de la casa. Me dirigí hacia un costado. La ventana estaba abierta. Miré de reojo y no vi a Irma. Entré. Me desplacé hacia la puerta de la habitación, le puse el seguro. En el fondo podía escucharse cómo el agua de la ducha caía caprichosa sobre la elegida. La tentación y la curiosidad pudieron más que mi apacible cautela y prudencia. El olor de su piel confundido con la fragancia de su jabón estaba en el aire. Pude notar que en el gran cuarto de baño, había una pequeña habitación que parecía ser y en efecto era, un armario. Me metí entre la ropa. Desde ahí la vista era impecable. La ducha se cerró. Ya no caía agua por ninguna parte. Una mano corrió la cortina; en medio de ella, el cuerpo desnudo, mojado y perfecto de Irma quedó frente a mis ojos. La redondez de sus pechos, lo carnoso y firme de su trasero, la suavidad de su piel y de su sexo me cautivaban; el color de su piel me conducía por sendas mágicas. Sus manos empezaron a acariciarse de forma muy tierna pero sin malicia, al menos, eso creo. Puso un poco de crema en su mano derecha y empezó a aplicársela muy delicadamente. El recorrido del movimiento continuo de sus dedos al contacto con la piel, me agitaba el latido del pecho, pero irónicamente no me causaba placer físico. Pero aclaro, ver aquella imagen y recordarla tan clara esta noche me deleita mucho. Casi como si yo hubiese sido quien le aplicara la crema aquella noche tan bella. Terminado el ritual de belleza, Irma se puso una bata de seda color plata con rosa, y se dirigió hacia su recámara. Apagó las luces y se acostó a dormir. Desde mi ubicación tenía una levísima perspectiva de lo que ahí podía estar pasando. Esperé un tiempo prudente para poder acercarme. Al fin, estaba ahí, justo frente a la cama de Irma. Verla dormir era como contemplar un espectáculo divino. Su tranquilidad, su rostro… estaban ahí… en la hora indicada. Metí mi mano en el bolsillo trasero del pantalón. Saqué un paño que mojé con una mezcla de drogas que yo mismo había preparado. Los efectos que se esperaban eran de adormecimiento y alucinación. Con mi mano izquierda cubrí con el paño la nariz de la muchacha que del susto intentó gritar pero ya fue demasiado tarde. Al saberla dormida, me dispuse a desnudarla. La arrebaté de sus ropas y quedó otra vez completamente desnuda. Empecé a besarla muy lentamente; la suavidad de su piel en mis labios, la humedad y tibieza de su intimidad en mi mano me excitaba más que nunca; la firmeza de sus pechos con la dureza de sus pezones me hacían sentir contracciones en el estómago, eso que muchos sólo llaman mariposas. No quedó una sola parte de su cuerpo que no besara. Sus manos, empezaron a moverse y yo, me detuve por un momento. Sus ojos se abrieron a duras penas, y al preguntarme mi nombre le dije, soy Bruno, es un placer poder hacerte el amor en esta tu última noche. Ella, algo confundida por el efecto de las drogas me agarró muy fuerte la mano y me la acercó hasta su pecho. Su corazón estaba acelerado. No me quitaba la mirada de encima. En ese momento decidí acercarme más a su rostro para verla bien. Fui más valiente que nunca y me animé a besarla. Ella no se rehusó. Hicimos el amor toda la noche.
Yo estaba temblando e Irma completamente dormida. Era el momento de actuar. Tomé el cuchillo que echara en el pantalón y comencé a marcar el cuerpo de diosa de aquella falsa mujer. Su cuerpo se movía pero era imposible que despertara. Fueron trece cortes en su rostro; seis en cada mejilla y uno que nacía desde la frente y culminaba en la punta de su nariz; cuarenta y seis entre su pecho y abdomen; ciento cuarenta y dos en las piernas; tres en la espalda de forma que se observara la figura de un triángulo; y cuarenta y cuatro en su trasero. La cama quedó completamente cubierta con sangre al igual que mis manos y gran parte de mi cuerpo. Ese olor me exaltaba más y me hacía pensar mucho más. Pude ver que sobre la cama y bien aferrado en el techo había un espejo de cuatro metros cuadrados. Con la ayuda de una silla y sin ir a golpear a Irma, porque aunque parezca irónico lo menos que quería era dañarla; escribí una nota para cuando ella despertara del efecto de las drogas. Mientras eso sucedía, yo simplemente esperaría junto a la puerta del baño de forma que no pudiera verme, tenía que ver el final.
Pasaron varias horas hasta que Irma despertó. El dolor de su cuerpo era tangible y evidente. Sobre sí, en el espejo, pudo ver la nota que le había dejado a la vez que podía contemplar su escultural cuerpo cubierto por doscientos cuarenta y ocho cortes de cuchillo. La nota decía:
Ni siquiera por amarte
Pude perdonar el hecho de tu indiferencia
Cada corte es mi forma de entregarte mi amor y mi odio
Y aunque no lo entendás ahora
Me parezco muchísimo a vos y
El corte final lo dejo en tus manos.
Al terminar de leer, y entre el llanto del dolor y la desesperación pudo ver cómo junto a la almohada totalmente roja por su sangre, estaba un arma con un único tiro y una rata blanca caminando alrededor de su cuerpo.
Yo me levanté en silencio, me vi en el espejo del baño y tomé un poco de agua, mientras lo hacía, el ruido seco de un disparo llenó la casa. Casi al instante todo era nuevamente silencio y por mi mejilla una lágrima de satisfacción se deslizó hasta perderse en mi barba.
Como dije antes, no me arrepiento de nada, Irma es apenas la elegida para el inicio. Y hoy, sentado en la silla vieja de madera, frente al escritorio de mi estudio, con la compañía de un elefante de cristal con uno de sus colmillos quebrado, y expulsando el humo de la última calada del Montecristo por mi boca, analizo muy detenidamente lo que debo empezar a hacer para culminar cada una de las muertes de las siete de La Rata.
Ni siquiera pienses que podrás librarte
Ni que de la muerte podrás escapar
Porque desde hace días te he venido observando
Y en definitiva mis puntos suspensivos dicen que
La siguiente de mi lista, sos vos…
Mi nombre es Bruno, pero solo mi madre y yo parecemos saberlo. En treinta y dos años de vivir errante por los senderos de esta patraña de existencia, mi nombre no me era muy familiar, pues todos, desde mi familia hasta mis compañeros de la secundaria sólo se referían a mí con el ridículo apodo de La Rata. Sí, aún hoy, hasta en la prensa me dicen así, no soy un hombre, no soy humano, no soy el fruto del amor, sino de una sociedad de mierda que me ha puesto donde estoy, pero no me duele, soy y seré simplemente La Rata. Y eso porque mi figura nunca ha sido de muy buen ver para ésas que se dicen mujeres y lo son tan solo porque sus testículos son internos y no porque merezcan el calificativo de hembras. Y no me refiero a todas, porque hay unas de esa raza que sí son mujeres y por quienes tengo admiración y respeto, pero la superficialidad de muchas me ha llegado al alma y hoy a mis manos.
Como decía, la naturaleza fue injusta conmigo, en cuanto a lo estético, pero mi cerebro es más bello y grande que cualquier teta que pueda comprarse con dinero, y mi capacidad de crear por medio de la palabra sobrepasa cualquier placer, incluso aquel que me ha teñido de sangre. Crecí siendo un niño solitario, jugaba en silencio detrás de los baños de la primaria porque me molestaba la gente, siempre me ha molestado la gente, su presencia me incomoda, su olor me provoca asco, sus palabras me parecen absurdas y su capacidad mental a veces sobrepasa los límites de la propia estupidez de la raza inferior.
Esa mañana desperté decido a matarla. Mi mente lo había meditado muy bien. Lo asevero, no fue un impulso, realmente quise eliminarla. Aunque pueda resultarte extraño e inverosímil mi caprichoso lector, esa mañana fue como cualquier otra, no tenía nada de particular, exceptuando que ese día conmemoraba el peor momento de mi vida, pero no lo recordaba, sino hasta después de haber culminado lo que tuve que hacer.
Una taza de café, un plato de cereal integral con leche, y unos gritos y voces en mi cabeza serían mi compañía durante aquel hermoso día. Sí, era realmente bello. Eran las seis de la mañana. La niebla cubría por completo el paisaje que contemplara tantas veces desde mi alcoba. El frío era extremo, el viento fuerte y ensordecedor, la música natural del ambiente parecía despertar en mí una experiencia celta en medio de un bosque calmo; el roce de las crines de un pura sangre contra las cuerdas de un Stradivarius me excitaba al punto del placer físico. Mi cabeza daba vueltas al son de la música de mi mente, mis manos se movían al compás de la suavidad del bosque y mi pecho latía con la impaciencia de un galeón romano entre las aguas del Índico. Ya todo estaba listo. Caminé hacia mi estudio. La puerta de madera me recibió, al abrirla, centenares de libros me estaban esperando con sus páginas llenas de sabiduría o de cualquier mierda que algún estúpido haya escrito pero que al fin y al cabo se le consideraba literatura, aunque los que realmente sabemos de ello, lo cataloguemos como una muestra gratis de papel sanitario con sello editorial. Al acercarme al escritorio, tomé de la caja color caoba uno de los habanos Montecristo que tanto me fascinaban, usé la guillotina y mi encendedor; el aroma y el sabor de ese momento simplemente me merecían. Me aproximé al balcón y luego de una calada larga a mi cigarro, observé el reloj y el suelo; junto a mi silla Luis XIV, había un pájaro, sus plumas verdes con azul me llamaron la atención. Me incliné un poco, luego de examinarlo minuciosamente con la vista lo volteé con mi mano, estaba muerto y en las cuencas de sus ojos había una serie de diminutos gusanos blancos que resultaban particularmente tiernos debido a la viscosidad de su piel, quise tocarlos pero me conformé con contemplar su trabajo. Entré de nuevo en el estudio, tomé un libro al azar y me senté a leer.
La mañana y la tarde se extinguieron con prisa. La oscuridad de la noche ya estaba ahí. Mi vestimenta era perfecta. Estaba vestido totalmente de negro con una boina inglesa y unos tenis blancos. Giré mi cabeza y me encontré más que con un espejo, me encontré conmigo mismo. Contemplé la figura de la Rata que estaba en frente de mí: sus dientes torcidos y amarillentos, sus manos delgadas y marcadas por las venas, su piel reseca y marcada por las cicatrices del acné adolescente, la barba dispareja y desorientada, la mirada profunda de aquellos ojos azules irritados por la falta de luz, seguía cada uno de mis movimientos; la nariz pequeña y los labios diminutos. Esa Rata era yo. Y no debía esperar más. Era hora de actuar. Verifiqué un momento la información recopilada durante meses en los sucios y mugrientos papeles tirados por toda la casa. Ella era la escogida. Las otras seis deberían esperar su turno.
Abrí la puerta principal de la casa. Eran las once menos cuarto de la noche cuando empecé a caminar. Durante el trayecto, el recuerdo del pájaro muerto me inundaba una y otra vez la cabeza. Era curiosa la forma en que la música, los gritos y las voces aún seguían resonando en mi mente, pues, a pesar de ello empecé a pensar en el momento que decidí que Irma sería la primera. Fue un golpe de suerte. El trabajo de campo fue exhaustivo para dar con las siete. El centro de investigación fue el campus universitario y los sitios frecuentes de sus estudiantes. A cada una me le acerqué para darle una oportunidad y ninguna quiso. Las invité a tomar un café y hablar un poco y todas me rechazaron aduciendo que con mi aspecto sólo podía seducir a un buitre y para ello, ni siquiera debía estar muerto.
A Irma empecé a investigarla muy cuidadosamente. Era estudiante de diseño publicitario y sus cualidades físicas resultaban inquietantes para cualquiera que la mirase. Su inteligencia era relativamente normal, sus calificaciones no eran tan impresionantes como el contorno de sus piernas a cada paso; su mirada era exquisita y seductora, pero en mí provocaba una repulsión natural que me incitaba al vómito. La odié desde el primer momento, odié su ser, su corazón, su cuerpo perfecto… y mientras yo la odiaba, ella simplemente hacía caso omiso de mi existencia; mi ser, para Irma, no era.
El día antes de su muerte, le envié un ramo de claveles rojos marchitos y en una caja una rata blanca con los ojos rojos y muy viva; y junto a ella, una nota en un pequeño pedazo de papel sucio, que decía:
Ni la luz de tu mirada
Ni la belleza de tus senos
Ni el ardor de tu figura
Ni la perfección de tus manos
Ni siquiera el recuerdo marchito de mi rostro
Mucho menos mi nombre o mi cumpleaños
Ni siquiera saber que eres y que yo para vos
Ni he sido ni nunca seré
Vos serás a partir del momento en que no lo pensés
Tan solo un recuerdo absurdo y frío de los puntos suspensivos
De estos últimos versos que hoy te escribo…
Seguí caminando por la acera. La niebla de la mañana se había acentuado mucho más. Las ramas de los árboles crujían por el empuje del viento. Ya podía ver la casa de Irma. La luz de su habitación estaba encendida. Me acerqué a los arbustos que estaban enfrente. El olor a tierra mojada me dio fuerza. Metí la mano en el bolsillo izquierdo de mi pantalón. El encuentro con el metal frío me erizó la piel y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Pero ya estaba ahí, era inconcebible cualquier marcha atrás.
Salté el portón de la casa. Me dirigí hacia un costado. La ventana estaba abierta. Miré de reojo y no vi a Irma. Entré. Me desplacé hacia la puerta de la habitación, le puse el seguro. En el fondo podía escucharse cómo el agua de la ducha caía caprichosa sobre la elegida. La tentación y la curiosidad pudieron más que mi apacible cautela y prudencia. El olor de su piel confundido con la fragancia de su jabón estaba en el aire. Pude notar que en el gran cuarto de baño, había una pequeña habitación que parecía ser y en efecto era, un armario. Me metí entre la ropa. Desde ahí la vista era impecable. La ducha se cerró. Ya no caía agua por ninguna parte. Una mano corrió la cortina; en medio de ella, el cuerpo desnudo, mojado y perfecto de Irma quedó frente a mis ojos. La redondez de sus pechos, lo carnoso y firme de su trasero, la suavidad de su piel y de su sexo me cautivaban; el color de su piel me conducía por sendas mágicas. Sus manos empezaron a acariciarse de forma muy tierna pero sin malicia, al menos, eso creo. Puso un poco de crema en su mano derecha y empezó a aplicársela muy delicadamente. El recorrido del movimiento continuo de sus dedos al contacto con la piel, me agitaba el latido del pecho, pero irónicamente no me causaba placer físico. Pero aclaro, ver aquella imagen y recordarla tan clara esta noche me deleita mucho. Casi como si yo hubiese sido quien le aplicara la crema aquella noche tan bella. Terminado el ritual de belleza, Irma se puso una bata de seda color plata con rosa, y se dirigió hacia su recámara. Apagó las luces y se acostó a dormir. Desde mi ubicación tenía una levísima perspectiva de lo que ahí podía estar pasando. Esperé un tiempo prudente para poder acercarme. Al fin, estaba ahí, justo frente a la cama de Irma. Verla dormir era como contemplar un espectáculo divino. Su tranquilidad, su rostro… estaban ahí… en la hora indicada. Metí mi mano en el bolsillo trasero del pantalón. Saqué un paño que mojé con una mezcla de drogas que yo mismo había preparado. Los efectos que se esperaban eran de adormecimiento y alucinación. Con mi mano izquierda cubrí con el paño la nariz de la muchacha que del susto intentó gritar pero ya fue demasiado tarde. Al saberla dormida, me dispuse a desnudarla. La arrebaté de sus ropas y quedó otra vez completamente desnuda. Empecé a besarla muy lentamente; la suavidad de su piel en mis labios, la humedad y tibieza de su intimidad en mi mano me excitaba más que nunca; la firmeza de sus pechos con la dureza de sus pezones me hacían sentir contracciones en el estómago, eso que muchos sólo llaman mariposas. No quedó una sola parte de su cuerpo que no besara. Sus manos, empezaron a moverse y yo, me detuve por un momento. Sus ojos se abrieron a duras penas, y al preguntarme mi nombre le dije, soy Bruno, es un placer poder hacerte el amor en esta tu última noche. Ella, algo confundida por el efecto de las drogas me agarró muy fuerte la mano y me la acercó hasta su pecho. Su corazón estaba acelerado. No me quitaba la mirada de encima. En ese momento decidí acercarme más a su rostro para verla bien. Fui más valiente que nunca y me animé a besarla. Ella no se rehusó. Hicimos el amor toda la noche.
Yo estaba temblando e Irma completamente dormida. Era el momento de actuar. Tomé el cuchillo que echara en el pantalón y comencé a marcar el cuerpo de diosa de aquella falsa mujer. Su cuerpo se movía pero era imposible que despertara. Fueron trece cortes en su rostro; seis en cada mejilla y uno que nacía desde la frente y culminaba en la punta de su nariz; cuarenta y seis entre su pecho y abdomen; ciento cuarenta y dos en las piernas; tres en la espalda de forma que se observara la figura de un triángulo; y cuarenta y cuatro en su trasero. La cama quedó completamente cubierta con sangre al igual que mis manos y gran parte de mi cuerpo. Ese olor me exaltaba más y me hacía pensar mucho más. Pude ver que sobre la cama y bien aferrado en el techo había un espejo de cuatro metros cuadrados. Con la ayuda de una silla y sin ir a golpear a Irma, porque aunque parezca irónico lo menos que quería era dañarla; escribí una nota para cuando ella despertara del efecto de las drogas. Mientras eso sucedía, yo simplemente esperaría junto a la puerta del baño de forma que no pudiera verme, tenía que ver el final.
Pasaron varias horas hasta que Irma despertó. El dolor de su cuerpo era tangible y evidente. Sobre sí, en el espejo, pudo ver la nota que le había dejado a la vez que podía contemplar su escultural cuerpo cubierto por doscientos cuarenta y ocho cortes de cuchillo. La nota decía:
Ni siquiera por amarte
Pude perdonar el hecho de tu indiferencia
Cada corte es mi forma de entregarte mi amor y mi odio
Y aunque no lo entendás ahora
Me parezco muchísimo a vos y
El corte final lo dejo en tus manos.
Al terminar de leer, y entre el llanto del dolor y la desesperación pudo ver cómo junto a la almohada totalmente roja por su sangre, estaba un arma con un único tiro y una rata blanca caminando alrededor de su cuerpo.
Yo me levanté en silencio, me vi en el espejo del baño y tomé un poco de agua, mientras lo hacía, el ruido seco de un disparo llenó la casa. Casi al instante todo era nuevamente silencio y por mi mejilla una lágrima de satisfacción se deslizó hasta perderse en mi barba.
Como dije antes, no me arrepiento de nada, Irma es apenas la elegida para el inicio. Y hoy, sentado en la silla vieja de madera, frente al escritorio de mi estudio, con la compañía de un elefante de cristal con uno de sus colmillos quebrado, y expulsando el humo de la última calada del Montecristo por mi boca, analizo muy detenidamente lo que debo empezar a hacer para culminar cada una de las muertes de las siete de La Rata.
Ni siquiera pienses que podrás librarte
Ni que de la muerte podrás escapar
Porque desde hace días te he venido observando
Y en definitiva mis puntos suspensivos dicen que
La siguiente de mi lista, sos vos…
martes, 22 de octubre de 2013
LOS OJOS DE ELLA.
Eran los ojos más hermosos que había visto en toda su vida. Despistado, como siempre, escuchando alguna canción de esas en las que si no se mueve la cabeza de arriba hacia abajo y si no se dan golpecitos con el pie izquierdo marcando el ritmo, no se disfruta igual; sintió como si una atracción irresistible lo estuviera halando de lado.
Volteó su mirada y estaba ahí. Un encuentro celestial con la mirada que encerraba los paisajes oceánicos de alguna isla lejana, como en una tarjeta: una hamaca colgada de una palmera, por alfombra el manto blanco de la arena perfecta y al fondo, el color eterno de la mirada que lo atrapó aquella tarde nublada en el asiento de un autobús.
Ella, levantó su vista buscando lugar para sentarse y se acercó acelerada junto a él. Le regaló una leve sonrisa como para romper el hielo y él, intimidado como nunca lo había estado antes, tímidamente hizo una mueca intentando sonreír, probablemente ella lo notó y sonrió para sí.
Su pierna rosaba la de él, y esa incomodidad de querer contemplar la creatura divina que justamente estaba tan cerca pero con la lejanía inmensurable que el silencio entre dos desconocidos provoca, hacía que todos sus movimientos fueran torpes, que sus manos sudaran como en aquellas tardes del colegio cuando esperaba nervioso a que el director le diera la regañada de su vida; que su corazón latiera con la fuerza de aquellas mañanas en que entrenaba ciclismo y que su mirada se volviera más inquieta que nunca, anhelando el encuentro furtivo de los ojos divinos de autobús.
Parecía cansada, como si algo la estuviera preocupando, como si alguien le acabara de dar una noticia que la perturbara. Sacó de su bolso un teléfono móvil, nada lujoso, le conectó los audífonos y cerró sus ojos. El joven aprovechó ese instante para observarla detenidamente como cuando se contempla una obra de arte exquisita en Louvre, como cuando se está en la playa deleitándose con la gama indescriptible de colores en el cielo al atardecer, como cuando se tiene en las manos un libro cuyas últimas palabras detienen el corazón por microsegundos, cortan la respiración y hacen que la garganta se seque, como deseando recibir el néctar que refrescó en su momento a Aquiles o a Héctor después de la batalla.
Su piel era suave, así pudo sentirlo en las caricias a sus mejillas imaginadas por sus manos, la textura semejante a la sensación del roce de la parte externa de los dedos índice y medio en la piel de un recién nacido; su nariz pequeña, con la perfección y finura de una diosa griega; sus labios, los imaginó tan suaves que pudo besarlos con su mente, eran delgados y delineados con el contorno perfecto de su forma, provocaba besarlos, sentirlos y detenerse en su labio inferior y morderlo suavemente, abrir los ojos y encontrarse con su boca completa y con esos ojos, tan solo hermosos, porque es tan complejo encontrar el adjetivo exacto, digno, perfecto, para describir con palabras humanas lo que fue creado para el deleite de los dioses.
Solo le bastaba verla, imaginarse cómo sería su vida, cuál sería el nombre humano que la identificara con tanta perfección, cuáles serían sus sueños, cómo sería su voz, cómo se sentiría tomar sus pequeñas manos y besarlas con ternura, qué la haría feliz, cómo reaccionaría si aquel hombre, sentado junto a ella, se le acercara de pronto y la besara.
Seguramente ella era pobre. Sus ropas eran sencillas, su cuerpo delgado podía verse a través de aquella blusa de encajes negros; un sencillo pantalón de mezclilla desgastado por el uso cubría sus piernas, unas viejas sandalias hacían de escabel en sus pies cuyas uñas parecían haber sido víctimas de una pintada imprevista; en sus manos pudo intuir cómo podría ganarse la vida, quizá en una cocina, lavando platos, quizá en alguna casa grande como empleada doméstica, se las veía cansadas, un poco secas, quizá mostrando la edad que era imposible calcular con la belleza pueril de su rostro.
Tenía que ser pobre, el tirante de su sostén morado, al menos lo que pudo ver el joven, estaba gastado, estirado, viejo, pero no le quitaba su aspecto angelical. Observar la piel de su espalda era imaginarse dándole un masaje suave, con aceite de almendras, con música celta de fondo y a la luz de las velas.
El paisaje del camino era simple, cargado de verde, con una fragancia a tierra húmeda capaz de despertar los sentidos; el viento hacía gala de bailarín embriagándose con cada una de las copas de los árboles que en esa tarde de martes servían de brindis a la naturaleza.
De nuevo la vista en ella, el sudor de las manos y el nudo indescriptible en el estómago fue subiendo rápidamente, causaba un ardor insoportable en la boca del estómago y de ahí, al pecho, donde se detuvo por un momento y se fue convirtiendo muy lentamente en la taquicardia más salvaje que ningún cardiólogo haya visto jamás. Ella lo miró. Él sentía que se estaba muriendo de miedo. El reflejo de los rayos del sol daban directo en sus ojos. Ella sonreía levemente mientras él mantenía su valentía aferrada en no quitar la mirada de aquellos ojos, los ojos de ella.
No pudo, más. Si no desviaba la mirada la hubiera besado. Él quería. Ella... probablemente también. Él cerró sus ojos y tragó saliva para tratar de desenredar un poco aquel nudo que le cortaba la respiración mientras veía cómo los árboles caminaban uno tras otro frente a la ventanilla del autobús que era testigo de ese encuentro indescifrable.
El autobús se detuvo. Era el final del camino. Ella, recogió una bolsa plástica de color blanco que había puesto a sus pies al sentarse junto a él. La bolsa estaba un poco sucia. Ella se levantó y se dirigió hacia la puerta trasera del autobús. Él se incorporó muy apresurado para no perderla de vista. Ella bajó las gradas. Caminó un poco, sacó su teléfono móvil. Hizo una llamada. Él, recostado a una pared de la terminal de autobuses la observaba detenidamente. Ella era pequeña, sus piernas delgadas, su cuerpo parecía de niña, sus ojos estaban perdiendo el brillo que hace tan solo algunos minutos la habían convertido en un ángel.
Quería saber más, pero no se atrevía a acercársele. Ella se aproximó a la orilla de la calle. Detuvo un taxi. Abrió la puerta trasera. Subió. El taxi empezó a marcharse. Pasó junto a él. Ella lo miró con descuido. Él intentó articular alguna palabra con sus labios, pero no pudo. Solo pudo ver que los ojos de ella se marchaban y nunca más volvería a verla. Sintió que el nudo en su estómago se iba desenredando a toda prisa: se había transformado en cientos de mariposas: había dejado ir al amor de su vida y ella, jamás lo sabría.
Volteó su mirada y estaba ahí. Un encuentro celestial con la mirada que encerraba los paisajes oceánicos de alguna isla lejana, como en una tarjeta: una hamaca colgada de una palmera, por alfombra el manto blanco de la arena perfecta y al fondo, el color eterno de la mirada que lo atrapó aquella tarde nublada en el asiento de un autobús.
Ella, levantó su vista buscando lugar para sentarse y se acercó acelerada junto a él. Le regaló una leve sonrisa como para romper el hielo y él, intimidado como nunca lo había estado antes, tímidamente hizo una mueca intentando sonreír, probablemente ella lo notó y sonrió para sí.
Su pierna rosaba la de él, y esa incomodidad de querer contemplar la creatura divina que justamente estaba tan cerca pero con la lejanía inmensurable que el silencio entre dos desconocidos provoca, hacía que todos sus movimientos fueran torpes, que sus manos sudaran como en aquellas tardes del colegio cuando esperaba nervioso a que el director le diera la regañada de su vida; que su corazón latiera con la fuerza de aquellas mañanas en que entrenaba ciclismo y que su mirada se volviera más inquieta que nunca, anhelando el encuentro furtivo de los ojos divinos de autobús.
Parecía cansada, como si algo la estuviera preocupando, como si alguien le acabara de dar una noticia que la perturbara. Sacó de su bolso un teléfono móvil, nada lujoso, le conectó los audífonos y cerró sus ojos. El joven aprovechó ese instante para observarla detenidamente como cuando se contempla una obra de arte exquisita en Louvre, como cuando se está en la playa deleitándose con la gama indescriptible de colores en el cielo al atardecer, como cuando se tiene en las manos un libro cuyas últimas palabras detienen el corazón por microsegundos, cortan la respiración y hacen que la garganta se seque, como deseando recibir el néctar que refrescó en su momento a Aquiles o a Héctor después de la batalla.
Su piel era suave, así pudo sentirlo en las caricias a sus mejillas imaginadas por sus manos, la textura semejante a la sensación del roce de la parte externa de los dedos índice y medio en la piel de un recién nacido; su nariz pequeña, con la perfección y finura de una diosa griega; sus labios, los imaginó tan suaves que pudo besarlos con su mente, eran delgados y delineados con el contorno perfecto de su forma, provocaba besarlos, sentirlos y detenerse en su labio inferior y morderlo suavemente, abrir los ojos y encontrarse con su boca completa y con esos ojos, tan solo hermosos, porque es tan complejo encontrar el adjetivo exacto, digno, perfecto, para describir con palabras humanas lo que fue creado para el deleite de los dioses.
Solo le bastaba verla, imaginarse cómo sería su vida, cuál sería el nombre humano que la identificara con tanta perfección, cuáles serían sus sueños, cómo sería su voz, cómo se sentiría tomar sus pequeñas manos y besarlas con ternura, qué la haría feliz, cómo reaccionaría si aquel hombre, sentado junto a ella, se le acercara de pronto y la besara.
Seguramente ella era pobre. Sus ropas eran sencillas, su cuerpo delgado podía verse a través de aquella blusa de encajes negros; un sencillo pantalón de mezclilla desgastado por el uso cubría sus piernas, unas viejas sandalias hacían de escabel en sus pies cuyas uñas parecían haber sido víctimas de una pintada imprevista; en sus manos pudo intuir cómo podría ganarse la vida, quizá en una cocina, lavando platos, quizá en alguna casa grande como empleada doméstica, se las veía cansadas, un poco secas, quizá mostrando la edad que era imposible calcular con la belleza pueril de su rostro.
Tenía que ser pobre, el tirante de su sostén morado, al menos lo que pudo ver el joven, estaba gastado, estirado, viejo, pero no le quitaba su aspecto angelical. Observar la piel de su espalda era imaginarse dándole un masaje suave, con aceite de almendras, con música celta de fondo y a la luz de las velas.
El paisaje del camino era simple, cargado de verde, con una fragancia a tierra húmeda capaz de despertar los sentidos; el viento hacía gala de bailarín embriagándose con cada una de las copas de los árboles que en esa tarde de martes servían de brindis a la naturaleza.
De nuevo la vista en ella, el sudor de las manos y el nudo indescriptible en el estómago fue subiendo rápidamente, causaba un ardor insoportable en la boca del estómago y de ahí, al pecho, donde se detuvo por un momento y se fue convirtiendo muy lentamente en la taquicardia más salvaje que ningún cardiólogo haya visto jamás. Ella lo miró. Él sentía que se estaba muriendo de miedo. El reflejo de los rayos del sol daban directo en sus ojos. Ella sonreía levemente mientras él mantenía su valentía aferrada en no quitar la mirada de aquellos ojos, los ojos de ella.
No pudo, más. Si no desviaba la mirada la hubiera besado. Él quería. Ella... probablemente también. Él cerró sus ojos y tragó saliva para tratar de desenredar un poco aquel nudo que le cortaba la respiración mientras veía cómo los árboles caminaban uno tras otro frente a la ventanilla del autobús que era testigo de ese encuentro indescifrable.
El autobús se detuvo. Era el final del camino. Ella, recogió una bolsa plástica de color blanco que había puesto a sus pies al sentarse junto a él. La bolsa estaba un poco sucia. Ella se levantó y se dirigió hacia la puerta trasera del autobús. Él se incorporó muy apresurado para no perderla de vista. Ella bajó las gradas. Caminó un poco, sacó su teléfono móvil. Hizo una llamada. Él, recostado a una pared de la terminal de autobuses la observaba detenidamente. Ella era pequeña, sus piernas delgadas, su cuerpo parecía de niña, sus ojos estaban perdiendo el brillo que hace tan solo algunos minutos la habían convertido en un ángel.
Quería saber más, pero no se atrevía a acercársele. Ella se aproximó a la orilla de la calle. Detuvo un taxi. Abrió la puerta trasera. Subió. El taxi empezó a marcharse. Pasó junto a él. Ella lo miró con descuido. Él intentó articular alguna palabra con sus labios, pero no pudo. Solo pudo ver que los ojos de ella se marchaban y nunca más volvería a verla. Sintió que el nudo en su estómago se iba desenredando a toda prisa: se había transformado en cientos de mariposas: había dejado ir al amor de su vida y ella, jamás lo sabría.
¿QUO VADIS?
Estaba soñando, o recordando que soñaba un recuerdo que alguna vez soñé y que pensé que realmente se trataba de algo más que un simple anhelo poético que se escondía entre el deseo de despertar para sencillamente palpar con mis versos su realidad ausente que ahora parecía estar justo ahí, en medio de la página doscientos veintidós de algún mamotreto que se estremecía entre mis dedos y el color de la amarga hiel que destilaba mi mirada, una mirada que se endulzara a veces con lo amargo y cálido de la lluvia.
Eran las doce menos cuarto cuando todo empezó. La noche había caído repentinamente en medio del susurro del torrente aguacero que bombardeaba el frágil techo que cubría mis ojos. Mi mente se desbordó de mi ser y mi ser se ocultó en medio del agujero de una dona que se ocultaba por ahí, dentro de un pequeño hoyo cubierto con hojas y con la misma piel del árbol que había accedido al sacrificio de un recuerdo que nunca podría olvidarse aunque el olvido mismo tratara de recordarlo.
Como decía, eran las doce menos cuarto y ahí sucedió. El camino se extendía a lo largo de las extrañas páginas de un libro en blanco que avanzaba taciturno y perenne en cada palabra, pero que misteriosamente se detenía al encontrarse frente a algunas consonantes que parecían resaltar el sonido de una gaita y de un violonchelo o de todos los instrumentos musicales, era como un festival de música celta y yo, sí, yo estaba ahí.
Las notas se fueron apoderando de mi ser y mi ser se fue desapropiando de mí. En cada nota y en cada palabra pude sentir que nacía o que moría, al fin y cabo daba igual, en ese momento, el tiempo no existía, era como pensar en reversa: primero sonreía y luego escuchaba el chiste, primero ofrecía disculpas y luego venía mi torpeza y, no pude más que contemplar el entorno. Las estrellas me miraban y yo las ignoraba (¡qué interesante resulta ignorar una estrella!), y justo ahí estaba la hache, muda e inconsciente, muerta del miedo por la vil soledad que la dejaba inválida y débil. Me miró y no dijo nada pues bien sabemos que las letras por sí solas no hablan o al menos, hasta esa noche no lo hacían. Ése no fue el acabóse, fue el inicio… un inicio que me dejaba mudo, más de lo que estaba desde las doce menos cuarto.
Mis pies descalzos se movilizaban por entre las palabras, las letras estaban cerca de mí, estaban dentro de mí o más bien yo dentro de ellas. Esa noche sentí lo que un diptongo, no podía separarme por ley y nadie en ese exuberante sitio parecía querer acentuar. Así pude sentir en mi ser lo que una palabra cuando es escrita, pude sentir como corría alma por sus trazos, cómo en cada grafema se dibujaba un pedazo de alguien, de quién, no importa, pero se esbozaba un trozo de tanto sentimiento que muchas veces fue obligado a callar y que ahora se movía libremente en un lugar donde la libertad se extendía sin límites, sin fronteras ni muros enladrillados fruto de la envidia, del odio o de cualquier otra clase de resentimiento con la vida, con la naturaleza o tan solo con el límite.
La música se estaba apoderando de mí, o yo de ella. Era curioso, aún eran las doce menos cuarto. Empecé a sentir sueño. Mi ser se rodeaba de un silencio ensordecedor que me gritaba, que me cantaba en un lenguaje que no podía comprender y eso me llenaba los ojos de un líquido extraño, casi había olvidado que sabía llorar, casi había olvidado que mi corazón era de carne y no de piedra, casi había olvidado que no sabía amar. Curiosa palabra. La paz me abrazó y me entregué de nuevo en los brazos de Morfeo.
Ahora me encontraba en medio de la oscuridad. Era un gran triángulo. Había muchas puertas, doce en total. Cada una tenía una llave con un color irrepetible en su cerradura. Algo me llamó la atención. En los vértices del triángulo podía verse una letra, era la misma en los tres casos: la zeta.
Me aproximé con la misma cautela con que se prueba algún manjar exótico en tierra desconocida, era como sentirse irremediablemente atraído por lo desconocido, por el misterio. Las zetas brillaban. Intenté mirar hacia atrás. No pude. Algo me detenía, quizá la inseguridad de sentirme más seguro que nunca. Caminé directo al primer vértice. Mis manos acariciaron la primera letra. Era suave, tierna; podía percibir la textura virgen de un pecho sin caricias o de unos labios sin besos. Cerré mis ojos y me dejé llevar. Al abrirlos, estaba dentro. Y ahí pude divisar una gran habitación vacía exceptuando por la inmensidad de un lecho vestido de blanco con un pequeñísimo cuadro adherido finamente en la pared. No distinguía su contenido. Miré mi muñeca derecha. Eran las doce menos cuarto. Me acerqué al fondo de la habitación hasta que estuve frente al cuadro. En él, pude contemplar un dibujo hecho con una destreza inmensurable, cada forma, cada detalle, se extendía entre triángulos y cada triángulo se componía por una infinidad de letras. El dibujo me resultaba familiar. En él un hombre miraba detenidamente un pequeño cuadro que tenía un dibujo de un hombre viendo un cuadro.
De nuevo sentí un gran sueño. Era como si llevara despierto toda la eternidad. Mis ojos, enrojecidos por el cansancio se dirigieron hasta otra de las puertas, pero mi cuerpo no pudo más, me desplacé endeble hacia el enorme lecho blanco, donde caí poseído y me desgarró otro sueño.
El sonido de un violín me despertó. Me incorporé lentamente y pude darme cuenta de que estaba de nuevo en el triángulo. Una puerta abierta. Once cerradas. Una luz me cubría por completo y una niebla gris me sostenía. Había nueve puertas sin cerradura. Desaparecieron los colores, sólo quedaban dos zetas en los otros dos vértices. Fue extraño pues nunca sentí haberme aproximado. Mi mano rodeaba la misteriosa gárgola de bronce pulido que yacía en la parte más inferior de la madera de aquel misterioso umbral. Un calor quemaba mis dedos hasta el punto de hacerme gritar. O al menos creo que lo hice. Nunca escuché mi voz. Entre las manos del bronce labrado se posaba una vela púrpura con una flama lentamente gris. La miré. La leí. Y se desvaneció. La segunda puerta estaba abierta. Caminé rápidamente, y ahí estaba. Postrada sobre una sábana embriagada con aromas suaves, con una caja de oro blanco entre las manos y con una mirada que jamás había sido correspondida. Me detuve. Sentí miedo. Ella, se aproximó hacia mí. Me tomó la mano y la acercó a su pecho frágil y firme. Cerró sus ojos y escondió su alma. Y con la única guía que podía brindarle mi ya agitada respiración posó sus labios en mi boca. Así se debía de sentir un beso de verdad. La humedad de su intimidad me absorbió por completo. Estaba amando o soñando que lo hacía. Las sensaciones eran eternas. La suavidad de su carne me invadía, las flautas comenzar a convertirse en melodía. Unas gaitas y unos violines se agitaban al son nuestro. La música se transformaba de forma acelerada en medio de la noche que recién nos invadía. Sus manos en mi espalda me estremecían. Mis piernas temblaban y ya no podía verla. Mis ojos nublados por el éxtasis del placer onírico se adormecían. Ella gritó o al menos eso creo que soñé haber escuchado. Mi corazón se detuvo un instante y mi cuerpo se hizo uno con el universo. Así debía de sentirse un orgasmo de verdad o quizá de ensueño. Sólo la luz gris en medio de la gárgola nos iluminaba. El cabello de mi princesa descansaba sobre mi pecho. Intenté permanecer en vigilia pero perdí la batalla.
Al abrir mis ojos me encontraba de nuevo en el centro del triángulo. Esta vez, las paredes que formaban cada uno de los lados eran totalmente traslúcidas. Dos puertas abiertas y una última letra me miraba. Era la última en el amplio sentido de la palabra. Una cerradura triangular se sostenía en el cristal de la puerta cerrada. Caminé poéticamente, y al hacerlo pude escuchar un ruido que provenía de mi pecho. Sin dirigirle la mirada, mi mano tomó la llave que colgaba unida a una pequeña cadena plateada que me abrazaba con prudencia. Al tomarla, no pude más que sorprenderme. Mis manos habían envejecido al punto de verme obligado de llevármelas al rostro y palpar el paso de las lunas por mi piel. Iba lento. Pero mi mirada se detuvo frente al portal. La llave era alargada y tubular con un pequeño triángulo en el extremo. En el centro de la cerradura se dibujaba un agujero que disponía de tres lados unidos geométricamente perfectos por la igualdad de sus medidas. Deslicé la tranquilla y con un movimiento acompasado vi lo que estaba en la habitación. Era un espejo con una amalgama de maderas frías rodeando sus bordes. Una silla rota en el suelo y un tulipán azul entre las páginas de un libro. Estaba cansado. Decidí recostarme un rato. Al hacerlo, miré de reojo el reflejo que proyectaba el espejo. Una figura triangular llamaba mi atención. Era un reloj. Marcaba las doce menos cuarto cuando el tiempo empezó a correr.
sábado, 19 de octubre de 2013
viernes, 18 de octubre de 2013
EPISTEMOLOGÍA DE UN EDUCADOR
La educación del siglo XXI plantea cada día, una infinidad de retos a los docentes y con ello surge una cuestión epistemológica que ha de ser, ineludiblemente, el bastión que trace el camino de los nuevos pasos a dar.
Uno de ellos, es la necesidad de confrontarnos con nosotros mismos, con la finalidad de delimitar los pro y los contra que nuestra pedagogía presenta en una relación paralela con las exigencias de la población estudiantil de este tiempo.
Lo anterior debe solventarse con un nuevo planteamiento personal, con un diagnóstico contextual inmediato y con la implementación de estrategias adecuadas a las necesidades; que se logre capturar la capacidad de asombro de los estudiantes, que ellos quieran de veras ser parte del camino; donde el proceso de enseñanza-aprendizaje, sea, efectivamente, un encuentro con esa magia que significa la adquisición de nuevos conocimientos, de destrezas, de ir evolucionando la educación de forma tal, que esta adquiera de nuevo la trascendencia primera tan bien manifestada por los griegos. Sin lugar a dudas, el reto de la nueva evaluación puede resumirse en una sentencia: Solo hay una forma de hacer las cosas: bien.
Por otra parte, cuando se habla de lo que debe ser y saber un educador, hay que enfatizar fuertemente en la esencia de la educación de calidad, a saber, una educación de calidad requiere de un compromiso por parte del docente: que sea atrevido, que se permita soñar, que luche incansablemente por alcanzar las metas plasmadas en su trabajo, donde las dificultades sean vistas como retos y no como obstáculos, donde el porvenir sea esperado con ansias y el devenir asimilado con entusiasmo y decisión.
Una educación de calidad requiere de docentes sin pelos en la lengua, que no teman decir la verdad pero que no se manchen con la deshonra de hablar mal de un colega, asimismo, requiere de personas comprometidas con los exitosos para que sigan subiendo sin parar así como con aquellos que andan despacio pero con ánimo de superarse.
Una educación de calidad requiere de un despojarse de conceptos herméticos preconcebidos en libros de texto para abocarse a la construcción conjunta de nuevos conocimientos a partir de la comparación, el análisis y la investigación.
Una educación de calidad necesita profesionales que formen personas, no máquinas, donde los valores universales, el respeto y la dignidad sean los pilares de todo proceso de enseñanza-aprendizaje.
Una educación de calidad necesita de docentes que enseñen a pensar no a memorizar, de docentes que hagan que sus alumnos creen conceptos a partir de la experiencia y no a partir de una fotocopia llena de definiciones.
Una educación de calidad requiere de docentes que sonrían, que sean felices, que amen su trabajo y lo demuestren con celo profesional, con categoría, con orgullo y humildad.
Una educación de calidad necesita que el papel del educador sea apreciado como un don en la sociedad, pero no como una imposición sino como un resultado del esfuerzo, el esmero y el proceso en pro de la excelencia integral.
Una educación de calidad es el resultado de muchos granitos de arena, de mucho trabajo silencioso y de mucha propaganda sin más pancartas que el mismísimo trabajo de aquellos que damos la vida por educar como se debe: con calidad.
Ahora bien, para lograr que el ser y el quehacer del docente sea efectivo, es muy importante que se vuelva a las raíces de la esencia del ser humano, que se interiorice y se conozca, es decir volver a darle importancia al silencio.
Silencio es sinónimo de reflexión, de encuentro personal, de conciencia, de paz o de incertidumbre, de miedo o de felicidad, y si es así, FELICIDAD, sin duda, estaremos hablando de plenitud.
Silencio es despertar cada mañana con la alegría de saber que como docente, tengo la oportunidad de ir a mi trabajo, de educar a jóvenes y a niños y de que ellos me eduquen; es poder llegar luego de un largo y difícil viaje y saber que durante el día podré compartir con diversas sonrisas e incluso con rostros tristes y con dudas; silencio es vivir la cercanía de un abrazo de ese amigo que me quiere y el saludo entre dientes de alguno que no entiende mi alegría cotidiana ni mis razones para ser feliz, ya que aunque el mundo dé tanto para llorar yo puedo ser capaz de ver luz donde no hay, de escuchar música en las gotas de lluvia que al caer golpean el suelo, de reírme solo con el simple hecho de pensar algo que hizo o mencionó alguno de mis estudiantes mientras conversamos en clase o en un recreo.
Silencio, es además, tener la posibilidad de culminar la jornada con un útil examen del día, de analizar qué hice bueno, qué hice no tan bueno, lo que pude haber hecho para ser mejor y no lo hice y, delimitar acciones concretas para que mañana pueda ser mejor persona, mejor educador, y así ver las formas y las estrategias necesarias para lograr que mi papel como docente sea efectivo y de calidad, no se pueden ignorar las deficiencias que como persona pueda tener, reconocer eso es fundamental para que el trabajo se conduzca hacia una meta en común: calidad de educación.
Silencio es callar el ruido que el mundo ha dejado en mí durante el día y el ruido que con que yo he manchado el silencio de los otros que hoy compartieron conmigo; silencio es sincerarme conmigo, reconocer mis fallas, pedir perdón y procurar enmienda; a nivel profesional eso es indispensable ya que si creo que mi trabajo es el mejor, el ideal, muy pronto iré a caer en una rutina y con ello, fácilmente me dejaré llevar por la corriente del medalaganismo, término acuñado por el escritor sancarleño, Adriano Corrales, quien, en uno de sus conversatorios con estudiantes, aludía al hecho de que si una persona, un docente, si se cree ya formado, si piensa que ejecuta su trabajo impecablemente entrará rápidamente en una zona de confort que lo único que logrará es dejar de crecer y con ello, se verá truncado el proceso evolutivo hacia la calidad de la educación.
Además, silencio es soñar despierto y pensar en cómo hacer realidad eso que me hace soñar y creer que se puede hacer un cambio. Silencio es la capacidad que debo tener para escuchar las necesidades y quejas del mundo, de los estudiantes, padres de familia y colegas educadores y, al hacer un análisis de todas esas inquietudes debo ineludiblemente dedicarme a hacer bien lo que hago y procurar hacerlo mejor al día siguiente de forma que contribuya con eso de ser felices y ser un medio eficaz hacia la educación de calidad.
Por otra parte, es muy importante rescatar que el silencio, es no perder la capacidad de asombro ante una flor, ante una gota de lluvia o ante la sonrisa de un niño. Silencio es hablar más con el corazón y menos con la boca, es hacer más y decir menos, es dar sin esperar recompensa, ni siquiera un "gracias"; silencio es mandar por un tubo mis egoísmos y mis miedos, es convertir mis debilidades en retos, y mis virtudes en medios para hacer que los demás sean mejores. Silencio es escuchar lo que dice la mirada triste de quien requiere cariño y de quien busca el camino escondido bajo los escombros del egoísmo, la ambición y la amargura.
Silencio es sinónimo de felicidad, por tanto es, sin duda, escuchar la voz de la conciencia y ser capaz de sonreírle en paz.
Uno de ellos, es la necesidad de confrontarnos con nosotros mismos, con la finalidad de delimitar los pro y los contra que nuestra pedagogía presenta en una relación paralela con las exigencias de la población estudiantil de este tiempo.
Lo anterior debe solventarse con un nuevo planteamiento personal, con un diagnóstico contextual inmediato y con la implementación de estrategias adecuadas a las necesidades; que se logre capturar la capacidad de asombro de los estudiantes, que ellos quieran de veras ser parte del camino; donde el proceso de enseñanza-aprendizaje, sea, efectivamente, un encuentro con esa magia que significa la adquisición de nuevos conocimientos, de destrezas, de ir evolucionando la educación de forma tal, que esta adquiera de nuevo la trascendencia primera tan bien manifestada por los griegos. Sin lugar a dudas, el reto de la nueva evaluación puede resumirse en una sentencia: Solo hay una forma de hacer las cosas: bien.
Por otra parte, cuando se habla de lo que debe ser y saber un educador, hay que enfatizar fuertemente en la esencia de la educación de calidad, a saber, una educación de calidad requiere de un compromiso por parte del docente: que sea atrevido, que se permita soñar, que luche incansablemente por alcanzar las metas plasmadas en su trabajo, donde las dificultades sean vistas como retos y no como obstáculos, donde el porvenir sea esperado con ansias y el devenir asimilado con entusiasmo y decisión.
Una educación de calidad requiere de docentes sin pelos en la lengua, que no teman decir la verdad pero que no se manchen con la deshonra de hablar mal de un colega, asimismo, requiere de personas comprometidas con los exitosos para que sigan subiendo sin parar así como con aquellos que andan despacio pero con ánimo de superarse.
Una educación de calidad requiere de un despojarse de conceptos herméticos preconcebidos en libros de texto para abocarse a la construcción conjunta de nuevos conocimientos a partir de la comparación, el análisis y la investigación.
Una educación de calidad necesita profesionales que formen personas, no máquinas, donde los valores universales, el respeto y la dignidad sean los pilares de todo proceso de enseñanza-aprendizaje.
Una educación de calidad necesita de docentes que enseñen a pensar no a memorizar, de docentes que hagan que sus alumnos creen conceptos a partir de la experiencia y no a partir de una fotocopia llena de definiciones.
Una educación de calidad requiere de docentes que sonrían, que sean felices, que amen su trabajo y lo demuestren con celo profesional, con categoría, con orgullo y humildad.
Una educación de calidad necesita que el papel del educador sea apreciado como un don en la sociedad, pero no como una imposición sino como un resultado del esfuerzo, el esmero y el proceso en pro de la excelencia integral.
Una educación de calidad es el resultado de muchos granitos de arena, de mucho trabajo silencioso y de mucha propaganda sin más pancartas que el mismísimo trabajo de aquellos que damos la vida por educar como se debe: con calidad.
Ahora bien, para lograr que el ser y el quehacer del docente sea efectivo, es muy importante que se vuelva a las raíces de la esencia del ser humano, que se interiorice y se conozca, es decir volver a darle importancia al silencio.
Silencio es sinónimo de reflexión, de encuentro personal, de conciencia, de paz o de incertidumbre, de miedo o de felicidad, y si es así, FELICIDAD, sin duda, estaremos hablando de plenitud.
Silencio es despertar cada mañana con la alegría de saber que como docente, tengo la oportunidad de ir a mi trabajo, de educar a jóvenes y a niños y de que ellos me eduquen; es poder llegar luego de un largo y difícil viaje y saber que durante el día podré compartir con diversas sonrisas e incluso con rostros tristes y con dudas; silencio es vivir la cercanía de un abrazo de ese amigo que me quiere y el saludo entre dientes de alguno que no entiende mi alegría cotidiana ni mis razones para ser feliz, ya que aunque el mundo dé tanto para llorar yo puedo ser capaz de ver luz donde no hay, de escuchar música en las gotas de lluvia que al caer golpean el suelo, de reírme solo con el simple hecho de pensar algo que hizo o mencionó alguno de mis estudiantes mientras conversamos en clase o en un recreo.
Silencio, es además, tener la posibilidad de culminar la jornada con un útil examen del día, de analizar qué hice bueno, qué hice no tan bueno, lo que pude haber hecho para ser mejor y no lo hice y, delimitar acciones concretas para que mañana pueda ser mejor persona, mejor educador, y así ver las formas y las estrategias necesarias para lograr que mi papel como docente sea efectivo y de calidad, no se pueden ignorar las deficiencias que como persona pueda tener, reconocer eso es fundamental para que el trabajo se conduzca hacia una meta en común: calidad de educación.
Silencio es callar el ruido que el mundo ha dejado en mí durante el día y el ruido que con que yo he manchado el silencio de los otros que hoy compartieron conmigo; silencio es sincerarme conmigo, reconocer mis fallas, pedir perdón y procurar enmienda; a nivel profesional eso es indispensable ya que si creo que mi trabajo es el mejor, el ideal, muy pronto iré a caer en una rutina y con ello, fácilmente me dejaré llevar por la corriente del medalaganismo, término acuñado por el escritor sancarleño, Adriano Corrales, quien, en uno de sus conversatorios con estudiantes, aludía al hecho de que si una persona, un docente, si se cree ya formado, si piensa que ejecuta su trabajo impecablemente entrará rápidamente en una zona de confort que lo único que logrará es dejar de crecer y con ello, se verá truncado el proceso evolutivo hacia la calidad de la educación.
Además, silencio es soñar despierto y pensar en cómo hacer realidad eso que me hace soñar y creer que se puede hacer un cambio. Silencio es la capacidad que debo tener para escuchar las necesidades y quejas del mundo, de los estudiantes, padres de familia y colegas educadores y, al hacer un análisis de todas esas inquietudes debo ineludiblemente dedicarme a hacer bien lo que hago y procurar hacerlo mejor al día siguiente de forma que contribuya con eso de ser felices y ser un medio eficaz hacia la educación de calidad.
Por otra parte, es muy importante rescatar que el silencio, es no perder la capacidad de asombro ante una flor, ante una gota de lluvia o ante la sonrisa de un niño. Silencio es hablar más con el corazón y menos con la boca, es hacer más y decir menos, es dar sin esperar recompensa, ni siquiera un "gracias"; silencio es mandar por un tubo mis egoísmos y mis miedos, es convertir mis debilidades en retos, y mis virtudes en medios para hacer que los demás sean mejores. Silencio es escuchar lo que dice la mirada triste de quien requiere cariño y de quien busca el camino escondido bajo los escombros del egoísmo, la ambición y la amargura.
Silencio es sinónimo de felicidad, por tanto es, sin duda, escuchar la voz de la conciencia y ser capaz de sonreírle en paz.
miércoles, 9 de octubre de 2013
DEL CIRCO POLÍTICO COSTARRICENSE Y OTROS DEMONIOS...
Sentado en este viejo sillón verde, con el sonido inseparable de mi ventilador que se ha convertido en un hermano para mí, me dispongo a hacer uso de mis palabras, no con el fin de hacer leña del árbol caído, sino porque mi responsabilidad moral me impide guardar silencio un solo segundo más.
Han pasado días en que simplemente me he dedicado a realizar una observación minuciosa de lo que acontece en este país que aunque amo, cada día me da más pánico, debido a su semejanza con un circo, y me da pánico por la fobia no superada que le tengo a los payasos y, desde mi perspectiva (y me atrevería a decir que hay un gran grupo de compatriotas que piensan igual que yo), debo manifestar, que me da lástima y furia tener que ser espectador en una butaca vieja de un teatro mohoso observando mil y una veces el espectáculo que han venido ofreciendo muchos personajes (que desearía que fuesen ficticios) quienes, sin mérito alguno se han catalogado a sí mismos como políticos, prostituyendo el significado primero del animal político del que nos hablaba Platón.
Son muchos los que ven en la política una fuente de poder, de enriquecimiento egocéntrico, personalizado, que ven, en los puestos públicos, un medio para sacar provecho que una silla cómoda les pueda facilitar. Más que una pieza teatral de quinta, la política nacional se ha convertido en un show de títeres, donde los cerdos (aludiendo, desde luego, a la reflexión planteada por Orwell en La rebelión en la granja, que los cataloga como los animales más astutos, que son capaces de succionar al máximo a los demás con el fin de obtener lo que anhelan y, sin vergüenza ni titubeo alguno, vociferan expresiones adoquinadas con palabras vacuas, con frases repetidas, pero con el fondo idéntico del expresado por los cerdos de Orwell: todos los animales son iguales, pero unos son más iguales que otros), venden ideas, no al mejor postor, sino a aquel que se adormezca, que se deje llevar por la ceguera común y constante de una gran mayoría del pueblo costarricense, esa ceguera, que parece renacer cada cuatro años, cuando después de haber sufrido, haberse quejado, haber visto en reiteradas ocasiones cómo esos apoderados por nosotros mismos tratan de vernos como a idiotas, y pretenden que caigamos en la ciénaga de siempre y les volvamos a dar la oportunidad de seguir comiendo manjares en vajillas de plata mientras el pueblo, come lo que puede, y a veces ni eso.
¿Se puede acaso comparar el dinero de la dieta diaria de un diputado, por ejemplo, con los 622 colones de la beca para que un estudiante de un liceo rural almuerce o tenga acceso al equivalente a un almuerzo? ¿Por qué no se le pagan esos 622 colones a los diputados para ver qué pueden comprar de almuerzo? ¿Por qué no abrimos los ojos y dejamos los intereses personales de lado? ¿Por qué seguimos viendo la política como una gran teta de la cuál son más y más personas que quieren chupar y sacar provecho de ella? ¿Por qué hay tanto costarricense que se entrega adormilada y estúpidamente a colores políticos tan solo porque sí? ¿Por qué simplemente no abrimos los ojos y vemos que la realidad puede ser mejor, por ejemplo, si cambiamos lo que le dijo, Fernández Guardia con su misiva a Carlos Gagini?:
“Con perdón de mi amigo Carlos Gagini, a quien quiero y cuyos méritos respeto
y admiro, me permito decir que esto es sencillamente un desatino nacido sin duda
del sentimiento patriótico llevado al extremo. Se comprende sin esfuerzo
que con una griega de la antigüedad, dotada de esa hermosura espléndida y severa
que ya no existe, se pudiera hacer una Venus de Milo. De una parisiense graciosa
y delicada pudo nacer la Diana de Houdon; pero, vive Dios que con una india de Pacaca solo se puede hacer otra india de Pacaca.”
¿Y si hacemos un cambio? digo yo; es tan fácil como salir a votar y no votar por los mismos, es ser sinceros y procurar una Costa Rica mejor para todos, y no un yo mejor a partir de una Costa Rica de algunos en la gran argolla que la teta patria reacomoda cada cuatro años... con nuestra complicidad.
Han pasado días en que simplemente me he dedicado a realizar una observación minuciosa de lo que acontece en este país que aunque amo, cada día me da más pánico, debido a su semejanza con un circo, y me da pánico por la fobia no superada que le tengo a los payasos y, desde mi perspectiva (y me atrevería a decir que hay un gran grupo de compatriotas que piensan igual que yo), debo manifestar, que me da lástima y furia tener que ser espectador en una butaca vieja de un teatro mohoso observando mil y una veces el espectáculo que han venido ofreciendo muchos personajes (que desearía que fuesen ficticios) quienes, sin mérito alguno se han catalogado a sí mismos como políticos, prostituyendo el significado primero del animal político del que nos hablaba Platón.
Son muchos los que ven en la política una fuente de poder, de enriquecimiento egocéntrico, personalizado, que ven, en los puestos públicos, un medio para sacar provecho que una silla cómoda les pueda facilitar. Más que una pieza teatral de quinta, la política nacional se ha convertido en un show de títeres, donde los cerdos (aludiendo, desde luego, a la reflexión planteada por Orwell en La rebelión en la granja, que los cataloga como los animales más astutos, que son capaces de succionar al máximo a los demás con el fin de obtener lo que anhelan y, sin vergüenza ni titubeo alguno, vociferan expresiones adoquinadas con palabras vacuas, con frases repetidas, pero con el fondo idéntico del expresado por los cerdos de Orwell: todos los animales son iguales, pero unos son más iguales que otros), venden ideas, no al mejor postor, sino a aquel que se adormezca, que se deje llevar por la ceguera común y constante de una gran mayoría del pueblo costarricense, esa ceguera, que parece renacer cada cuatro años, cuando después de haber sufrido, haberse quejado, haber visto en reiteradas ocasiones cómo esos apoderados por nosotros mismos tratan de vernos como a idiotas, y pretenden que caigamos en la ciénaga de siempre y les volvamos a dar la oportunidad de seguir comiendo manjares en vajillas de plata mientras el pueblo, come lo que puede, y a veces ni eso.
¿Se puede acaso comparar el dinero de la dieta diaria de un diputado, por ejemplo, con los 622 colones de la beca para que un estudiante de un liceo rural almuerce o tenga acceso al equivalente a un almuerzo? ¿Por qué no se le pagan esos 622 colones a los diputados para ver qué pueden comprar de almuerzo? ¿Por qué no abrimos los ojos y dejamos los intereses personales de lado? ¿Por qué seguimos viendo la política como una gran teta de la cuál son más y más personas que quieren chupar y sacar provecho de ella? ¿Por qué hay tanto costarricense que se entrega adormilada y estúpidamente a colores políticos tan solo porque sí? ¿Por qué simplemente no abrimos los ojos y vemos que la realidad puede ser mejor, por ejemplo, si cambiamos lo que le dijo, Fernández Guardia con su misiva a Carlos Gagini?:
“Con perdón de mi amigo Carlos Gagini, a quien quiero y cuyos méritos respeto
y admiro, me permito decir que esto es sencillamente un desatino nacido sin duda
del sentimiento patriótico llevado al extremo. Se comprende sin esfuerzo
que con una griega de la antigüedad, dotada de esa hermosura espléndida y severa
que ya no existe, se pudiera hacer una Venus de Milo. De una parisiense graciosa
y delicada pudo nacer la Diana de Houdon; pero, vive Dios que con una india de Pacaca solo se puede hacer otra india de Pacaca.”
¿Y si hacemos un cambio? digo yo; es tan fácil como salir a votar y no votar por los mismos, es ser sinceros y procurar una Costa Rica mejor para todos, y no un yo mejor a partir de una Costa Rica de algunos en la gran argolla que la teta patria reacomoda cada cuatro años... con nuestra complicidad.
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