Un viejo escritor despertó una mañana en su vieja casa, observó sus viejas cosas, se levantó de su sonora y vieja cama, caminó hasta la vieja cocina y abrió su vieja puerta, sacó un pedazo de pan y lo puso en su viejo moledero de pino. Luego de calentar el agua en un viejo pichel chorreó una exquisita taza de café, fuerte, como lo prefieren los viejos escritores. Tomó el pan de la mesa y su taza de hierro medio oxidada, caminó hasta el viejo estudio en el frente de la casa. Le dio un mordisco al pan y un sorbo al café, con los ojos puestos en la vieja fotografía, del aquel viejo amor, cargada de viejos recuerdos. Junto a la foto un diario en blanco con las hojas amarillentas y tostadas por haber estado esperando tantos años las palabras para una carta de amor jamás enviada, mucho menos escrita pero miles de veces pensada y otros tantas veces soñada. El viejo escritor tomó aire y un largo sorbo de café negro sin azúcar, sonrió, se acercó a la mesa, tomó la vieja pluma y trazó unas cuantas palabras en las viejas y amarillentas hojas. Él sabía que eso era lo máximo que haría. Un nudo invadió su garganta y mirando por la ventana divisó a lo lejos el viejo cementerio, donde sabía que un tulipán estaría custodiando el cofre con su viejo tesoro y, a sus pies, cientos de hojas amarillentas, dobladas, silenciosas y eternas.
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