Estaba sentado en mi silla, la de siempre, mientras el viento cantaba las alegres melodías que pueden escucharse entre la bruma densa de la noche y entre el ulular de un búho escondido tras la espesa vegetación de la montaña que, dulcemente, abrazaba mis sueños como si se tratase del más dulce calor materno.
Un libro entre mis manos, el título no lo recuerdo, pero sí el sabor amargo del tabaco en mis labios como tantas otras noches solitarias de poeta; de ese tipo de poetas que pasan inadvertidos ante la gente mas no ante la naturaleza y el cielo, quienes son y han sido los más fieles testigos del nacimiento de mis versos, estos, tan simples y llenos de sueños, de esperanzas y anhelos; que luchan cada noche por cantar las maravillas cotidianas que aunque invisibles, resultan interesantes y perturbadoras en el oído y el alma de aquellos quienes nunca se han alquilado para soñar, ya por falta de sueños, ya por sueños descalzos.
La noche en silencio y el silencio de fiesta, los versos en paz y la paz en guerra. A lo lejos una luz tenue, reflejada en los ojos de la princesa del sueño y de la noche. Avanzaba hacia mí con una velocidad semejante al color verde del prado en las mañanas y con un aroma a cielo húmedo que penetraba mi ser y se desplazaba por mi piel acariciándola suavemente, y yo, seguía aún con mis manos ocupadas: en una, el tabaco; en la otra, el libro; y en la otra (porque esa noche recuerdo que tuve tres manos) sostenía la impaciencia de ver el rostro de aquel sueño bañado de luna. Ya estaba cerca, tanto que pude ver mis ojos en los suyos y sentir en mi rostro el calor de su ya agitada respiración. Su cabello liso se desbordaba de su cabeza para caer caprichosamente en mis hombros y aferrarse a mi cuerpo como las raíces de un gran árbol en la tierra. No tuve más remedio que callar aunque el silencio me gritaba. Su mirada, profunda por naturaleza, me obligaba besarla.
Nunca supe quién era, ni su nombre, ni siquiera su voz. Pero aquella noche el verso se transformó en carne y los segundos en placer, aunque este viviera tan solo en mis sueños.
De nuevo, esta noche, sentado en aquella silla, la de siempre, quise cambiar el libro por una pluma, y con el sabor amargo del tabaco en mi boca, cantar lo que hace lunas pasó, mientras el viento cantaba y un búho se escuchaba ulular a lo lejos.
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